martes, 24 de noviembre de 2015

Mussolini, Ataturk, y la abolición del califato

            La reciente ofensiva del Estado Islámico de Irak y el Levante me hace contemplar la idea de que, en algunas cosas, Mussolini no fue tan malo. Explicaré por qué.
            Hasta 1870, el Papa era gobernante absoluto de un territorio más o menos extenso, los Estados Papales, con Roma como capital. Los nacionalistas venían conformando la nación italiana, y lograron expulsar a potencias extranjeras (fundamentalmente el imperio austríaco) de la península itálica. Pero, los nacionalistas querían a Roma como capital de su nueva nación, y eventualmente, al aprovecharse de algunas coyunturas (fundamentalmente, la guerra franco-prusiana), ocuparon Roma y despojaron al Papa Pío IX definitivamente de su poder político (en las décadas anteriores el Papa también había sido destronado, pero eventualmente había logrado regresar). Si bien el Pío IX no fue maltratado, el hecho de que ya no tuviera poder político significaba para él que era ahora un prisionero en el Vaticano (aunque, a decir verdad, nadie le impedía el libre tránsito por el país).

            Esto fue un duro golpe al papado. Y, si bien la Iglesia Católica venía avanzando hacia la modernidad, hubo muchos sectores del rancio tradicionalismo católico que no aceptaban que el Papa fuera meramente una autoridad en asuntos espirituales. Desde la antigüedad tardía, los Papas tuvieron rencillas con reyes europeos. A veces, reprochaban a los reyes el inmiscuirse en asuntos eclesiásticos (lo denunciaban como “cesaropapismo”); a veces, los reyes reprochaban a los Papas el inmiscuirse en asuntos terrenales de otros Estados (el Papa Bonfiacio VIII en el siglo XIV, con delirios de grandeza, decía que todos los seres humanos eran sus súbditos políticos). Para los tradicionalistas, era ahora difícil aceptar que el Papa no tendría poder terrenal.
            Desde ese momento, quedaba esa espina en el tradicionalismo católico. En la década de los 1920, Mussolini intentó poner fin a la disputa. Hasta cierto punto, Il Duce era como la enorme cantidad de reyes europeos que tuvieron querellas con los Papas en disputas por el poder; pero, a diferencia de muchos de esos reyes, trataría de buscar una solución. Así, en 1929, firmó los tratados de Letrán: el Vaticano sería un Estado (en la forma actual que tiene).
            Hacemos bien en no desestimar el poder que siguen teniendo los Papas, pero podemos admitir que, con la firma del tratado de Letrán, el Vaticano es hoy un Estado relativamente inofensivo, y que Mussolini encontró un balance: pudo contentar al sector más tradicionalista del catolicismo, devolviendo una parte del poder temporal a los Papas, pero sin que ello perjudicase seriamente la secularidad del Estado italiano. Regalando esa migaja al catolicismo, Mussolini logró contener a las ovejas, y hoy el Vaticano no representa ninguna amenaza a la nación italiana.
            Comparemos estos hechos con la obra de Kemal Ataturk. El padre de la moderna nación turca merece muchos elogios por haber modernizado y secularizado a Turquía. Pero, tomó algunas decisiones erróneas. Antes de la Primera Guerra Mundial, el partido de los Jóvenes Turcos había destronado al sultán absoluto, Abdul Hamid II, en 1909. Desde entonces, habría sultanes, pero como figuras decorativas (algo muy parecido a las monarquías constitucionales en la Europa actual). Los sultanes también poseían el título de “califa”, y en ese sentido, hasta cierto punto su posición era comparable al Papado, pues además de ser gobernantes terrenales, alegaban ejercer cierta autoridad espiritual sobre todos los musulmanes del mundo.
            Ataturk pudo haber hecho como Mussolini: conservar a un califa que vive lujosamente en un palacio, pero que en realidad no gobierna. Así, del mismo modo en que Mussolini logró contener a los sectores más tradicionalistas del catolicismo, Ataturk pudo haber intentado contener a los sectores más tradicionalistas del Islam: limitar el poder político del califa, pero mantener su figura religiosa como cabeza de la comunidad de musulmanes. Pero, no fue así. Ataturk, fiel a sus principios laicos y republicanos, promovió la disolución del califato en 1923, y así, el último califa, Abdulmecid II, tuvo que exiliarse.
            Aparentemente, esto no fue traumático para Turquía, una nación que, con sus avances y retrocesos, marcha hacia la modernidad y la europeización. Pero, los acontecimientos de los últimos veinte años en el Medio Oriente revelan que la decisión de abolir el califato ha sido más problemática de lo que se pudo haber creído en un inicio. Es cierto que el integrismo musulmán obedece a factores de muy diversa índole, pero uno de los puntos de mayor resentimiento es, precisamente, la ausencia del califato.
            Los videos amenazantes de Al Qaeda continuamente recordaban la humillación sufrida “durante 80 años”, las ocho décadas sin califato. Y, hasta cierto punto, el auge del Estado Islámico en el Levante e Irak es un intento por restituir el califato, pues el jefe de esta organización yijadista, Abu Bakr Al Baghdadi, se ha auto-proclamado el nuevo califa, y su objetivo es reconstituir el califato.

            Los grandes triunfadores militares de la historia han sabido utilizar los palos y las zanahorias. Al enemigo se le vence dándole palazos, pero también, en ocasiones conteniéndolo con zanahorias. Mussolini obviamente terminó mal, pero en un aspecto muy puntual, dio una buena lección: es posible contentar a los fanáticos religiosos, manteniendo símbolos que, en realidad, son inofensivos. A Il Duce no le importó entregar unas pocas hectáreas de soberanía italiana al Vaticano, a fin de que los católicos no generaran problemas. Quizás Ataturk debió haber empleado el mismo pragmatismo, pues de haber conservado al califa como autoridad espiritual del Islam, posiblemente hoy el integrismo musulmán tendría menos inspiración para reclutar a tantos jóvenes fanatizados.

martes, 17 de noviembre de 2015

Sobre la Iglesia Católica Palmariana

            Cualquier persona que viaje por España sabrá que Andalucía es la región más pintoresca de ese país, y que, como dice la bella canción, Sevilla tiene un duende. Pero, por supuesto, parte de ese duende es el atraso cultural.
            No debería sorprender, entonces, que una población a menos de 50 kilómetros de Sevilla, el Palmar de Troya, sea la sede de uno de los movimientos religiosos más fanatizados y retrógrados que haya conocido el catolicismo: la Iglesia Católica Palmariana.

            El Concilio Vaticano II tuvo sus enemigos: tradicionalistas que reprochaban la apertura al diálogo ecuménico y el abandono de la liturgia antigua. Algunos, como el padre Lefebvre, manifestaron su desdén, pero trataron de mantenerse fieles a Roma. Otros fueron más lejos, y rompieron definitivamente con el Vaticano. La Iglesia Católica Palmariana es uno de esos grupos.
            La historia de este grupo religioso empieza en el año 1968, cuando cuatro niñas alegaron tener visiones de la Virgen María en el Palmar de Troya. Esto es ya muy común en el catolicismo. A diferencia de las visionarias de Lourdes o Fátima, estas muchachas pronto perdieron prominencia, pero no por ello su movimiento se disipó. En cambio, otros personajes aprovecharon la coyuntura de excitación religiosa, y eventualmente lanzaron su propio movimiento religioso.
            Por aquella época, el arzobispo vietnamita Ngo Din Thuc (hermano del dictador vietnamita apoyado por los EE.UU., quien reprimió duramente a los budistas para favorecer a los católicos en su país) se convenció de que aquellas apariciones eran reales, y sin aprobación del Vaticano, decidió ordenar como sacerdotes a Clemente Domínguez y Manuel Alonso, dos miembros de la comunidad palmariana.
            Thuc eventualmente se desvinculó de Domínguez y Alonso, en un intento por congraciarse con Roma. Pero, ya el movimiento estaba en marcha. Cuando murió Pablo VI, Domínguez alegó recibir una visita de Cristo, se se declaró Papa bajo el nombre de Gregorio XVII, y Alonso empezó a organizar a la comunidad como un papado alternativo. Alonso hizo su labor con bastante destreza, pues logró recaudar muchísimos fondos, al punto de que los palmarianos pudieron construir una inmensa catedral, y expandir su actividad misionera por varios países.
            Los palmarianos empezaron a promover una versión brutal del catolicismo: el propio Gregorio XVII tenía estigmas terroríficos y los sacerdotes se producían heridas gravísimas con mutilaciones genitales. Naturalmente, cerrados al progreso, celebraban la misa tridentina en latín. Se impregnaron de la paranoia anti-comunista que siempre tuvo el catolicismo español, llevándola a extremos insospechados. Canonizaron a San Francisco Franco, San Benito Mussolini, San Don Pelayo, y otros personajes tan queridos por los fachas. Excomulgaron a los Papas romanos posteriores a Pablo VI (eran devotos de este Papa, pero alegaban que había sido secuestrado y drogado por cardenales comunistas, y eso explica por qué a veces decía cosas no acordes al tradicionalismo), así como a todos los comunistas del mundo.
            Naturalmente, esta secta genera repulsión en mucha gente. Yo, en cambio, le tengo alguna simpatía. Mi simpatía no está dirigida, por supuesto, hacia sus prácticas y creencias retrógradas. Los palmarianos me resultan simpáticos, sólo porque veo en ellos una parodia de la propia Iglesia Católica Romana, y esto nos permite descubrir mejor la propia corrupción del catolicismo.
            La Iglesia Católica Romana desaprueba a los palmarianos, y los considera una secta. Pero, como bien nos recuerdan lo sociólogos de la religión, más allá del peso demográfico, no existe un criterio objetivo por el cual se pueda distinguir a una secta de una religión. La Iglesia de Roma ve como psicopatología las automutilaciones y las estigmas de los palmarianos, pero, ¿cuándo esperaremos del Vaticano un pronunciamiento sobre la psicopatología de Francisco de Asís, un hombre que además de producirse estigmas, alegaba también hablar con los animales?
            La Iglesia Católica Romana reprocha a los palmarianos creer que José fue ascendido al cielo en cuerpo y alma. Pero, ¿es acaso menos absurda que la creencia de que María fue también ascendida en cuerpo y alma? (valga agregar, al menos la creencia de los palmarianos sobre José no fue impuesta de forma totalitaria por vía de la infalibilidad papal, a diferencia de la creencia en la asunción de María).
            Nos da asco que los palmarianos canonicen a Franco, Mussolini y Hitler. Pero, ¿no debería darnos asco también que Juan Pablo II, en una movida claramente politizada, elevara a Pío XII (un cómplice de los nazis con su silencio) a beato?
            Sospechamos que Domínguez (un simplón de pueblo que nunca tuvo la suficiente capacidad para ser sacerdote) fue el tonto útil de Alonso, un hábil empresario que vio en aquellas devociones marianas la oportunidad para hacer negociazos. No creo que la propia Iglesia Católica Romana haya tenido esos mismos orígenes mercantilistas. Pero, así como reprochamos a los palmarianos el ser una fachada para el lavado de dinero y la evasión fiscal de sus donantes, ¿qué esperamos para reprochar duramente al arzobispo Marcinkus y su fiasco del Banco Vaticano, que también ha servido para que los mafiosos del mundo laven su dinero?

            La Iglesia Católica Palmariana, lo mismo que lo cultos ufológicos, los moonies, y tantos otros, son sencillamente manifestaciones de aquello que ha venido a llamarse “nuevos movimientos religiosos”. Toda nueva religión, en sus inicios, enfrenta la oposición de las antiguas religiones. Toda religión fue, en sus inicios, una secta. Parte de esa oposición consiste en pretender patologizar las creencias y prácticas raras. Quizás, como en el caso de los palmarianos, efectivamente muchas de sus prácticas y creencias son patológicas. Pero, deberíamos reconocer que esas mismas patologías están también en las grandes religiones del mundo. Por ello, deberíamos ser más consistentes, y apreciar que, básicamente, la única diferencia entre la patología palmariana, y la patología del catolicismo romano, es que la primera aqueja a poco más de mil personas, mientras que la segunda aqueja a poco más de mil millones de personas.

lunes, 16 de noviembre de 2015

"La pontífice" y el feminismo

            El feminismo es un movimiento loable, pero desafortunadamente contaminado por gente que dice muchas tonterías. En una época, a las feministas les gustaba mucho falsear la historia. Y, así, inventaron una serie de mitos que, a la larga, perjudicaron su propia causa, pues restó credibilidad al movimiento feminista. Decían estas feministas, por ejemplo, que hubo una época matriarcal, cuando las sociedades europeas rendían culto a diosas de la fertilidad, y los hombres eran subordinados de las mujeres. Aquel paraíso terrenal llegó a su fin cuando arribaron hordas de guerreros indoeuropeos montados a caballo, e impusieron el patriarcado.

Hoy ya no hay tanto gusto por la pseudohistoria en el feminismo (ahora hay algo peor: la psicología pseudocientífica que pretende negar las diferencias mentales objetivas entre hombres y mujeres). Pero, de vez en cuando, resurgen nuevos mitos feministas sobre el pasado.
Uno de esos mitos es el de que hubo una papisa en la Edad Media, Juana. La pontífice, dirigida por Sonke Wortmann, es la versión cinematográfica de este mito. La película se basa en la leyenda medieval, según la cual, en el siglo XI (aunque la película sitúa la trama en el siglo IX), una mujer oriunda de Inglaterra fue vestida como hombre hasta Atenas, y luego a Roma, acompañada por un amante. En Roma, cobró prominencia por sus conocimientos, y fue eventualmente elegida como Papa. Durante su papado, quedó embarazada. Durante una procesión papal, dio a luz, pero cuando los concurrentes se dieron cuenta de lo sucedido, la apedrearon (la película narra que sufrió una muerte natural).
La película en ningún momento alega que se base en hechos reales, pero el espectador incauto podría llegar a creerlo, y el film da la impresión de que su director sí cree que hubo una papisa. Wortmann da un giro feminista a la película, pues básicamente narra la historia de una mujer brillante que lucha por reformar un mundo corrompido por los hombres. En ese giro feminista, la papisa aparece casi como una proto-reformadora racionalista: se opone al culto a las reliquias, valora el humanismo, el saber de los filósofos antiguos, e incluso, se vale de un fraude piadoso ingeniosamente orquestado con el Papa que le antecedió, a fin de salvar a Roma de la invasión de hordas de guerreros supersticiosos.
Los historiadores unánimemente niegan la historicidad de estos eventos. La crónica más temprana procede del dominico Juan de Mailly, en el siglo XII, más de un siglo después de los acontecimientos narrados. Luego, en ese mismo siglo, hubo otra mención de la historia, a cargo de Esteban de Borbón. Si bien no hay elementos sobrenaturales en la historia, es demasiado sospechosa. Ante semejante acontecimiento, ¿por qué no hubo crónicas contemporáneas? ¿Por qué, un siglo después, apenas hubo una escueta mención?
Existe la leyenda también de que, tras el fiasco de la papisa Juana, en las ceremonias de entronización, a los Papas se les sometía a un peculiar ritual para corroborar su sexo: se sentaban en letrinas, y desde abajo, se aseguraban que tuvieran testículos. Esto también es falso. Existen en el Vaticano, es verdad, unas sillas con agujeros, pero no hay ninguna noticia de que se acudiera a ese pintoresco ritual.
La historia de la papisa Juana tiene todo el aspecto de haber sido una leyenda popular que, en vez de servir propósitos feministas, más bien procedía de una actitud tremendamente misógina. En la historia del papado, el siglo X ha venido a llamarse el período de la “pornocracia”. Dos mujeres, Teodora y Marozia (madre e hija), causaron tremendos revuelos en Roma, en intrigas sexuales y políticas con varios Papas. La historia de la papisa Juana pudo haber sido una sátira para denunciar la forma en que, en una época, los Papas era títeres de mujeres que realmente gobernaban.
Los reformadores protestantes utilizaron la historia para degradar al Papado. En esto, eran tan misóginos como su contraparte católica. El hecho de que una mujer fuera Papa, en opinión de los reformadores, hablaba muy mal del Vaticano. La mujer no sirve para gobernar, y por eso el Vaticano era tan decadente.

Así pues, la historia de Juana, no solamente es falsa, sino que en su origen, era bastante misógina. Wortmann puede emplear su licencia poética en La pontífice para narrar las historias que él quiera, y puede darle un giro feminista a una historia que originalmente era muy misógina. Pero, no perdamos de vista el origen de las cosas.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Gregorio VII y el celibato del clero católico

            El celibato del clero es uno de los aspectos que más se le reprocha a la Iglesia. Por lo general, en clave nietzscheana, los críticos suelen postular que el celibato es uno de los mejores ejemplos de cómo la religión católica es negadora del placer, y desde sus inicios, tuvo una obsesión con reprimir el sexo. Otros, en clave marxista, suelen decir que el celibato fue un astuto artilugio del cual se valió el poder eclesiástico, para asegurarse de que los sacerdotes, al no tener herederos, dejasen sus propiedades a la Iglesia.
          

            
        Seguramente, ambas explicaciones tienen algún grado de verdad. Pero, yo doy un voto de confianza a la Iglesia en este asunto. La Iglesia ha dejado claro que no considera que el celibato del clero sea una verdad revelada (y, en ese sentido, puede transformar su postura al respecto), sino una mera cuestión de disciplina, y que obedece a circunstancias históricas muy específicas. Al hacer un arqueo de esas circunstancias históricas, comprendo mucho mejor el sentido que tuvo el celibato clerical en su momento. Si bien tuvo muchos antecedentes en el primer milenio de cristiandad, la imposición definitiva del celibato clerical formó parte de aquello que ha venido a llamarse las “reformas gregorianas”, promovidas por el Papa Gregorio VII en el siglo XI.
            El siglo X había sido catastrófico para el papado. Es ése el período que después vino a ser llamado la “pornocracia”, porque pulularon Papas tremendamente inmorales. Algunos de estos Papas habían tomado amantes, y estas amantes (Teodora y Marozia, madre e hija, son las más famosas) ejercían gran influencia a través de manipulaciones sexuales.        Cuando Gregorio VII asumió el papado en 1073, enfrentaba éste y otros problemas. Había un nepotismo rimbombante, y se vendían los cargos en la estructura burocrática de la Iglesia.
La gran preocupación de Gregorio VII, no obstante, era que los gobernantes seculares investían a los obispos, y con eso, el Papa perdía el control, pues no podía seleccionar quiénes dirigirían las diócesis.
            Para hacer frente a todo esto, Gregorio VII promovió varias reformas. Prohibió la venta de cargos en la Iglesia, impuso el celibato, y decretó que los gobernantes seculares no podían hacer investiduras. Las dos primeras reformas no generaron mucha resistencia, pero la tercera sí. Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Germánico Romano, quería preservar el poder de la investidura, y eventualmente hubo de enfrentarse a Gregorio VII, cuando surgió la oportunidad de investir al obispo de Milán. El Papa excomulgó a Enrique, y los príncipes alemanes exigieron al emperador suplicar al pontífice que lo admitiera nuevamente en la Iglesia.
            De forma bastante dramática, Enrique accedió al pedido de los príncipes ( en un célebre episodio, acudió al castillo de Canossa a entrevistarse con el Papa; éste no lo recibió en un inicio; Enrique tuvo que permanecer fuera en condiciones gélidas; tras un par de días, el Papa lo recibió, pero para volver a ser admitido en la Iglesia, Enrique hubo de participar en un ritual de humillación).
            Con todo, Enrique volvió a enfrentarse con el Papa, pues no estaba dispuesto a abandonar las investiduras. Marchó hasta Roma, trató de deponer a Gregorio VII, e impuso a un pontífice que hoy la Iglesia considera un antipapa, Clemente III. Gregorio VII tuvo que exiliarse y murió sin poder regresar a Roma, pero eventualmente, sus reformas prevalecieron.

            Todas las crónicas coinciden en la personalidad tremenda autoritaria de Gregorio VII, y su intento por controlar las investiduras es un testimonio de su interés en limitar el poder de los gobernantes seculares y aumentar el poder de los Papas. Pero, sus decisiones respecto al celibato son bastante comprensibles. Frente al problema del nepotismo, el celibato surgía como una óptima. Si los sacerdotes no se casaran, se resolvería el problema de la indebida influencia de las mujeres en la administración de la Iglesia; si los sacerdotes no tenían hijos, se resolvería el problema del nepotismo.
            Pero, por supuesto, con una personalidad tan autoritaria, cabría esperar que una decisión como lo fue el celibato, se impusiera a lo bestia. Y, de hecho, aparentemente fue así. Según narra Eric Frattini en su libro Los papas y el sexo, los decretos de Gregorio VII sobre el celibato dejaron en la miseria a un enorme número de niños y mujeres, hijos y esposas de los sacerdotes, quienes fueron forzados a abandonar a sus familias.
            Hay el rumor de que Gregorio VII era amante de Matilda de Canossa, una mujer noble que, desde su postura de poder (era esposa del rey Godofredo el Jorobado), apoyó al Papa en su conflicto con Enrique IV. Este hecho es representativo de algo muy común en torno a la cuestión del celibato clerical: podemos entender las razones históricas que motivaron las reformas gregorianas sobre el celibato, pero desde el inicio y hasta nuestros días, ha habido una tremenda hipocresía en este asunto.
            De hecho, si bien el celibato pudo haber sido un remedio temporal para un problema muy puntual, el nepotismo de ningún modo desapareció en la administración de la Iglesia. En los siglos sucesivos, el nepotismo adquirió un nuevo cariz. Ahora serían los sobrinos de los Papas y otras autoridades eclesiásticas (en algunos casos, en realidad, eran los propios hijos ilegítimos), quienes serían ascendidos a cardenales, en una institución que estuvo bastante formalizada, el cardenal nepote.
            El celibato pudo haber tenido un sentido en el siglo XI. Pero, desde hace muchísimo tiempo, resulta muy obvio que es ya más un problema que una solución. Abundan los hijos ilegítimos de curas, y la Iglesia Católica atraviesa una crisis vocacional en su clero, en buena medida porque los jóvenes no están dispuestos a renunciar una vida conyugal. Más aún, el celibato ha promovido que el clero católico sea desproporcionadamente homosexual, pues muchos jóvenes gays asumen el sacerdocio como una forma de esconder su homosexualidad frente a una sociedad que aún rechaza a los homosexuales. Y, algunas personas alegan que el celibato puede ser también un agente causal en la pedofilia del clero, pues la sexualidad tan reprimida puede desviarse hacia los niños (aunque, yo francamente dudo de esta hipótesis).
            En fin, es de sobra conocido que el celibato hoy es ya disfuncional. A diferencia de los dogmas, la estructura canónica sí permite a la Iglesia modificar su postura en torno a este asunto. ¿Por qué no lo hace? Quizás, como alguna vez me dijo un amigo cura que colgó los hábitos para casarse, no hay cambio sencillamente porque quienes tienen el poder de tomar esa decisión, son muy ancianos ya (la Iglesia es uno de los poderes más gerentocráticos que existen), y no les interesa la vida sexual. En ese caso, quizás el Viagra cambie las cosas, y esa pildorita saque a la Iglesia del atolladero en el cual se encuentra.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Ortodoxos vs. católicos: ¿quién tiene la razón?

Mi libro La teología ¡vaya timo! defiende, entre otras cosas, la tesis según la cual las disputas teológicas son estériles, sencillamente porque no hay manera de saber quién está en lo verdadero y quién está en lo falso. ¿Cómo saber si el limbo existe o no? ¿Cómo saber si nos salvamos sólo por la fe, o si las obras también cuentan? No hay posibilidad de verificación en nada de esto.
            Pero, algunas disputas aparentemente teológicas son en realidad disputas sobre hechos históricos, o al menos, algunas posturas teológicas en estas disputas pretenden basarse en hechos históricos. Y, esos hechos sí pueden constatarse.

            La separación entre ortodoxos y católicos es en parte teológica. El punto principal de su disputa es si el Espíritu Santo, además de proceder del Padre, procede también del Hijo. Los ortodoxos dicen que no; los católicos dicen que sí. Esto, por supuesto, es afín a discutir cuántos ángeles pueden bailar en un alfiler.
            Pero, hay una disputa más profunda. ¿Es el Papa de Roma el único sucesor apostólico de Cristo? En principio, esto es también una disputa teológica del mismo calibre que las otras. Pero, esta disputa sí tiene como trasfondo una cuestión histórica verificable: ¿se reconocía desde un inicio al Papa romano como jefe de la cristiandad?
            El alegato católico es que sí. Supuestamente, Cristo encomendó a Pedro con aquellas famosas palabras, “sobre esta roca construiré mi Iglesia”. Con esas palabras, Pedro quedó como el sucesor apostólico de Cristo. Pedro salió huyendo de Jerusalén, primero a Antioquía, y eventualmente llegó a Roma. Desde entonces, se ha prolongado la sucesión apostólica en esa ciudad hasta el actual Papa, Francisco.
            Todo esto es muy dudoso. No sabemos si realmente Jesús pronunció esas palabras. Sólo están recogidas en el evangelio de Mateo. Y, si acaso las dijo, no es claro que haya sido con la intención de haber creado una Iglesia en el sentido que hoy se entiende (Jesús, un judío hasta los tuétanos, difícilmente habría querido constituir una nueva religión). Sí es seguro que Pedro viajó a Antioquía, pero no sabemos bien si llegó a Roma. Sólo tenemos noticia de ello a través de Clemente, un autor que, por diversos motivos, no es del todo confiable.
            Pero, aun aceptando que Pedro sí llegó a Roma, es muy dudoso que desde un inicio, se asumiera que él y sus sucesores fueran las cabezas de la cristiandad. Las cartas de Pablo dejan muy claro que el verdadero jefe del temprano movimiento cristiano era Santiago, el hermano de Jesús, desde Jerusalén. Ciertamente, desde un inicio, existía la tradición de que Pedro, un importante discípulo, había llegado a Roma. Pero, de ningún modo se asumía que la autoridad eclesiástica en Roma era la suprema. Marcos (supuestamente, un discípulo de Pedro), supuestamente había llegado a Alejandría, y los alejandrinos usaban eso como argumento para postular que Alejandría era una sede del mismo calibre que Roma, y durante los primeros cuatro siglos de cristianismo, no hubo casi oposición a esta estructura descentralizada.
            De hecho, los primeros grandes concilios que definieron buena parte de la doctrina cristiana, se realizaron bajo la convocatoria, no del obispo en Roma, sino de emperadores que estaban ya asentados en la nueva Roma, Constantinopla. De hecho, los Papas ni siquiera acudieron (en algunos sí enviaron delegados, pero precisamente, reconociendo que apenas procedían de una sede como cualquier otra).
            Es cierto que algunos Padres de la Iglesia en los primeros siglos reconocieron al Papa como la autoridad suprema, pero no todos. De hecho, en el concilio de Calcedonia, en 451, se designó a Constantinopla como sede con la misma autoridad que Roma, pues se asumía que la sede en la nueva capital del imperio no podía ser inferior a la sede de una ciudad que, dicho sea de paso, empezaba a entrar en franca decadencia. A lo sumo, se reconocía que Roma sería primus inter pares, es decir, la primera entre iguales. Y, hasta el día de hoy, los ortodoxos están dispuestos a hacer esta concesión. Pero, de ninguna manera los ortodoxos aceptan que la autoridad suprema es ejercida desde Roma, y para ello, se basan en parte en el hecho histórico de que, desde los inicios, se admitía una autoridad descentralizada. Los ortodoxos tienen razón.
            ¿Cómo fue, entonces, que los Papas en Roma se abrogaron (con tremenda arrogancia, demás está decir) la suprema autoridad del cristianismo? Fue un proceso complejo, y sobre todo, fraudulento. A partir del siglo IV, los obispos de Roma empezaron a proclamar que toda disputa teológica debía pasar por ellos y ser resuelta en Roma, aunque por supuesto, los demás obispos no les hicieron caso.
            También en el siglo IV, el obispo romano Dámaso empezó a usar las palabras de Jesús a Pedro en el evangelio de Mateo sobre la fundación de la Iglesia, como pretexto para defender la primacía de Roma. Vale insistir: antes de ese obispo, nadie había usado esa cita bíblica para afirmar la primacía de Roma. El obispo Siricio, de ese mismo siglo, se empezó a llamarse a sí mismo “Papa”, como una forma de monopolizar ese título en detrimento de los demás obispos. Pero, seguramente el obispo que más hizo por fabricar la primacía de Roma fue León Magno, quien utilizó mucho más la historia de la encomienda de Jesús a Pedro, y quien empezó a enseñar que esa historia justificaba que el obispo de Roma fuera el vicario de Cristo en la Tierra.
            Previsiblemente, los obispos de las otras sedes consideradas de la misma jerarquía (Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén) no estaban convencidos. Pero, en vista de que el poder imperial ya no residía en Roma, los obispos romanos tenían el camino allanado para incrementar su poder terrenal, y así, las sedes menores de la mitad occidental de la cristiandad iban quedando bajo la autoridad romana.
Para intentar convencer a los otros obispos que el de Roma era el supremo, incluso se llegaron a forjar falsos documentos, en el cual se declaraba la supremacía de Roma desde tiempos supuestamente muy antiguos. Así, por ejemplo, en el siglo VII, empezó a circular un documento llamado La donación de Constantino, en el cual, supuestamente, cuando Constantino mudó la sede imperial de Roma, en agradecimiento al obispo Silvestre I por haberle curado de lepra, le concedió el poder terrenal sobre Italia, así como la autoridad suprema sobre las otras sedes eclesiásticas. En el siglo XV (cuando ya Roma había asentado su poder, y el cisma con las iglesias de Oriente se había consumado), se demostró la falsedad del documento.

Las tensiones entre la arrogancia católica y el resentimiento de las iglesias orientales llegaron a su cumbre en 1054, cuando el patriarca de Constantinopla y el Papa romano se excomulgaron mutuamente. Por lo general, en estas excomulgaciones, lo más sano para nosotros los seculares es hacer como el refrán sobre las peleas entre marido y mujer: nadie se debe meter. Pero, puesto que  este caso atañe a un hecho histórico bastante preciso, es inevitable meternos, y el veredicto es muy claro: son los ortodoxos quienes tienen la razón.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Los cultos del cargo: ¿más irracionales que otros cultos mesiánicos?

Los historiadores y sociólogos suelen recordarnos que los movimientos apocalípticos y mesiánicos prosperan cuando hay condiciones de opresión, o al menos, cuando una minoría se siente perseguida (aun si objetivamente no lo está). El Apocalipsis de Juan se escribió poco tiempo después de la persecución de Domiciano contra los cristianos. La Virgen de Fátima apareció haciendo anuncios apocalípticos cuando la cristiandad occidental temía el auge del bolchevismo ruso, y así muchos otros casos.
Uno de los casos más curiosos de movimientos apocalípticos en el siglo XX fue el de los “cultos de cargo” en Melanesia. Como cabría esperar, surgió en un contexto de opresión. En el actual país de Vanuatu, los nativos estaban sometidos a misioneros escoceses que les imponían restricciones a su tradicional estilo de vida. Los bailes, el adulterio y la poligamia, entre otras cosas, eran severamente castigadas por los misioneros.

De la prédica de los misioneros, a los nativos les interesaron especialmente las enseñanzas apocalípticas. También se sentían muy atraídos por los bienes de consumo que disfrutaban los occidentales, pero a los cuales ellos no tenían acceso. Entonces, apareció un misterioso personaje nativo que les dijo a sus compatriotas que, si dejaban de obedecer a los misioneros, él les traería todos los bienes materiales de los cuales disfrutaban los misioneros.
Aquella promesa coincidió con la llegada de los militares norteamericanos, durante la Segunda Guerra Mundial. Los nativos quedaban perplejos al ver que había soldados negros como ellos, pero que gozaban de los bienes de consumo que se negaban a los nativos. Eventualmente, los militares norteamericanos empezaron a emplear a los nativos en distintas labores, y les pagaban con los bienes tan anhelados.
Pero, la guerra terminó, los militares norteamericanos se fueron, y los nativos quedaron desencantados porque ya no recibían más bienes. Surgió la leyenda de un tal John Frum, supuestamente el mesías que originalmente les había prometido bienes de consumo si se alejaban de los misioneros. Ante la partida de los norteamericanos, surgió entre los nativos el mito de que John Frum se escondía en el interior de un volcán, y que ahora ellos debían hacer rituales para forzar su regreso con los bienes, o como ahora lo llamaban, el “cargo”.
Los nativos empezaron a imitar todo lo que los norteamericanos habían hecho en años anteriores. Hicieron rifles de bambú; construyeron aviones, pistas de aterrizaje y torres de control con cañas, se pintaban una cruz roja en el pecho (en imitación de los médicos militares), marchaban en pelotones, etc.
Toda esta historia es muy pintoresca por varios motivos. En primer lugar, excita mucho a la mentalidad imperialista. Una fantasía imperialista siempre fue llegar a una isla remota, y ser recibidos como dioses. Se ha dicho que Cortés en México, y Cook en Hawaii, fueron recibidos como tales, pero hay dudas sobre la autenticidad de estas historias. En cambio, los informes sobre los cultos del cargo en Melanesia son completamente verídicos.
El otro motivo por el cual esta historia es pintoresca, es que coloca de manifiesto cómo opera el pensamiento mágico. Los nativos confundieron las causas con las consecuencias. Vieron una asociación entre los ritos que hacían los americanos y la llegada de bienes de consumo, y apresuradamente concluyeron que si se hacía lo mismo en rituales, lograrían los objetivos planteados.
En un célebre experimento, el psicólogo B.F. Skinner documentó cómo una paloma se va volviendo supersticiosa cada vez que recibe comida en una jaula, al punto de llegar a creer que algunos de sus movimientos específicos son los causantes de que desde afuera se le otorgue comida. Los nativos de Vanuatu hacían algo muy parecido.
Ciertamente, los nativos, en un nivel de desarrollo cognitivo aún muy primitivo (Piaget lo habría llamado “pre-operacional”), cometían errores básicos de razonamiento. Casos como éste deberían ser suficientes para refutar a antropólogos como Levi-Strauss, quienes se empeñan en sostener que todas las culturas son racionales en el mismo grado.
 Pero, al mismo tiempo, deberíamos preguntarnos si los cultos del cargo no son más racionales que la amplia gama de movimientos apocalípticos que perduran hasta el día de hoy. La mayoría de los movimientos apocalípticos (y, no perdamos de vista que las tres grandes religiones abrahámicas son apocalípticas, pues todas esperan el fin del mundo) son contemplativos: esperan pasivamente que Dios intervenga y misteriosamente resuelva las cosas. En esto, yo valoro más a los cultos del cargo: hay en ellos un intento por tomar control, y tratar de hacer algo para modificar las cosas. Ciertamente sus acciones son ridículas, pero al menos está la intención de participar activamente, y no quedarse de brazos cruzados esperando algo que en realidad nunca llega.
Con todo, como los melanesios, hoy hay algunos fanáticos que creen que, haciendo algunos rituales, pueden acelerar la aparición de algún mesías. Los fanáticos judíos, aupados por algunos fanáticos cristianos, creen que demoliendo la mezquita del domo dorado en Jerusalén, y construyendo el Tercer Templo, se apurará el apocalipsis. Algunos campesinos en Texas creen que criando vacas rojas, Cristo volverá más rápido. Hay el temor (más o menos bien fundado) de que el programa nuclear de Irán sea un intento por hacer que vuelva el Mahdi.
Pero, aun en estos casos, yo prefiero a los cultos del cargo, y no solamente porque los melanesios son inofensivos en sus rituales, mientras que los apocalípticos judíos, cristianos y musulmanes pueden ser muy peligrosos. Valoro más a los cultos del cargo, porque hay en ellos mayor inclinación a la verificación empírica. Los nativos de Melanesia razonaban erróneamente, pero al menos partieron de una base empírica: el mesías original (transformado luego en el legendario John Frum) prometió algo, y esa promesa pareció cumplirse con la llegada de los norteamericanos y su mercancía. Desde su limitado conocimiento en esa región tan apartada, no era descabellado hacer los rituales que imitaban a los soldados norteamericanos, con la esperanza de que volviera el cargo.

En cambio, ¿qué indicios empíricos hay para seguir pensando, dos mil años después, que un campesino galileo volverá a derrotar a una bestia de siete cabezas? ¿Qué promesa pareció cumplirse, para que se sigan creyendo estas cosas? En el caso de los melanesios, procedentes de una cultura muy rudimentaria, sus errores de razonamiento son bastante excusables; e incluso, hoy son pocos los melanesios que participan en estos cultos. Pero, debería ser motivo de vergüenza para nosotros que, en una civilización que envió el hombre a la luna, se siga esperando la venida de algún mesías, y peor aún, que se hagan cosas muy peligrosas para acelerar su llegada.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Felipe II, el chickenhawk español

En su muy interesante (pero también muy sesgada) serie de televisión, La historia no contada de los Estados Unidos, el cineasta Oliver Stone se burla de aquellos personajes que él llama los “chickenhawks” (halcones-gallinas): políticos guerreristas como Clinton, Bush y Cheney, que metieron a EE.UU. en aventuras militares, pero en sus años de juventud, ellos mismos hicieron todo lo posible por evadir el servicio militar.
Esto es un fenómeno relativamente reciente. Pues, si bien antaño hubo megalomaníacos sedientos de gloria que sometieron a sus pueblos a terribles guerras, al menos estos personajes acudían ellos mismos al frente de batalla, y luchaban con coraje. Se podrán decir muchas cosas malas de Julio César, Napoleón o Hitler, pero no podemos decir que eran cobardes.

Con todo, ya en el siglo XVI, cobraba prominencia uno de esos chickenhawks, y para nuestra desgracia, fue un hispano. Se trata de Felipe II. Este rey, llamado “El prudente” (más irónico no podría ser el calificativo, pues fue un monarca que tomó decisiones desastrosas para España), heredó de su padre, Carlos V, un conflicto con Francia. Felipe acudió a la campaña militar. Al ver los horrores de la guerra, Felipe decidió regresar a España, y no salir de la pequeña zona en los alrededores de Madrid, en la cual permaneció hasta su muerte.
Felipe se convirtió en el mayor burócrata de su propio imperio. Dirigía con minuciosidad los asuntos de Estado, desde su despacho. Se convirtió en una figura muy distante y fría incluso para sus allegados. Según las crónicas, incluso los más aguerridos hidalgos temblaban al entrevistarse con él, a lo que él trataba de calmarlos, diciéndoles “sosegaos” (yo veo plausible que esto era más bien una técnica para generar aún más desasosiego entre sus súbitos, y así, crear más distancia).
Cabría esperar que aquella experiencia militar tan desagradable, lo transformó significativamente en un hombre de paz, y que España pudo descansar de las terribles guerras a las que el padre de Felipe, Carlos V, la había sometido en una rivalidad con Francisco I de Francia. Ciertamente, Felipe se convirtió en un hombre recluido que sentía repulsión por la vida militar. Pero, de ninguna manera eso significó un período de paz para España. Muy al contrario.
Felipe empezaría ahora a planificar las guerras imperiales desde su escritorio. Y, yo me atrevo a especular que esto lo hizo aún más peligroso. Quien está en el frente de batalla, no toma decisiones militares a la ligera, pues ve de cerca la carnicería. Quien está detrás de un escritorio y decide movilizar pelotones, tiene una experiencia similar a la de un adolescente inmerso en videojuegos bélicos, sin dimensionar el sufrimiento que traen consigo sus decisiones.
  Fueron varias las guerras de Felipe, tanto internas como externas. Se enfrentó a una rebelión morisca (una rebelión bastante justa, pues Felipe se empeñó en prohibir la lengua y vestimenta morisca), que aplastó brutalmente. Envió tropas a Aragón para intentar apresar a un conspirador, Antonio Pérez. Con Francia eventualmente hizo la paz. Se enfrentó militarmente al Papa, pero al final también se llegó a un arreglo. Le puso freno a la amenaza turca, en la famosa batalla de Lepanto. Invadió Portugal para reclamar el trono que le correspondía por sucesión.
Ésas fueron guerras relativamente exitosas, aunque vale preguntarse si realmente eran necesarias. Quizás la amenaza turca sí era real, y ameritó una resistencia. Pero, Felipe se metió en dos guerras catastróficas que, en buena medida, dieron origen a la decadencia española. Felipe heredó de su padre los territorios de Flandes. Ahí, el calvinismo se expandía. Pero, el monarca español, católico convencido, llegó a decir: “Prefiero perder todos mis estados antes que gobernar sobre herejes”. Felipe no iba a tolerar herejías en Flandes, y quiso preservar a sangre y fuego la integridad católica en esos territorios.
Mientras que los campesinos españoles lo pasaban muy mal, el oro que venía de América era destinado a costosas campañas militares contra los rebeldes en Flandes que, al final, no dieron resultado, pues eventualmente, el poder español perdió esos territorios. Fue algo así como Vietnam para los americanos o Afganistán para los soviéticos.
Isabel, la reina protestante de Inglaterra, apoyaba a los rebeldes calvinistas flamencos. Felipe decidió hacerle frente, en la peor decisión de su reinado: intentar invadir Inglaterra. Ordenó construir una gigantesca flota (que implicó la deforestación de muchos bosques españoles), pero con mal diseño naval. Siempre desde su escritorio (sin visitar puertos a inspeccionar los barcos), designó oficiales incompetentes. Al final, la “Armada invencible” (otro título tremendamente irónico) fue destruida por los ingleses (quienes se valían de barcos mucho mejor diseñados), en una de las grandes catástrofes nacionales de la historia de España.

Hitler y Napoleón eran megalomaníacos sedientos de gloria. Cheney y Bush son caraduras cuya motivación es, sencillamente, el lucro del complejo militar industrial. Felipe II no era nada de eso. Era un hombre quien genuinamente sentía asco por la guerra. En vez de viajar por el mundo o participar en torneos militaristas, éste era un hombre culto (tenía grandes intereses en las artes y las ciencias), reservado, y sobre todo, muy religioso. Felipe II no era el típico rey glotón y lujurioso que suele ser común en el estereotipo de las monarquías europeas. Era un hombre consagrado a la oración y cercano a la mística (extrañamente, también al ocultismo, el cual era reprobado por las autoridades eclesiásticas). Con un hombre que parece más un monje que un general, es comprensible que prefiriera estar recluido en su monasterio.
Pero, fue precisamente su religiosidad lo que lo convirtió en un chickenhawk. Prefería los libros a las espadas; los monasterios a los cuarteles. En ese sentido, era un chicken, una gallina. Pero, su religiosidad era propia del catolicismo fanatizado. Y, asumió que su misión religiosa no era solamente comunicarse con Dios a través de la oración, sino también convertir a España en el martillo de los herejes. Eso lo convirtió en un hawk, un halcón. Así, terminó por ser un chickenhawk de vertiente religiosa: un fanático que prefería oír cantos gregorianos y elevar su alma en contemplación, pero a la vez, que no le temblaba el pulso para enviar a la muerte a batallones enteros en guerras absurdas. La religión, me temo, puede hacer que gente muy buena, haga cosas muy malas.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Adiós a René Girard

            Esta semana murió, a la edad de noventa y dos años, el filósofo francés René Girard. Hoy casi no discuto o escribo sobre él, pero en los inicios de mi vida intelectual, tuvo mucha influencia sobre mí. Lo conocí personalmente en la Universidad de Purdue en el año 2002, en una conferencia dedicada a su pensamiento. Doy testimonio de que era una persona sumamente agradable, e impresionantemente erudita.

            Girard me cautivó por varios motivos. Su teoría sobre el deseo mimético me resultó muy intuitiva. A juicio de Girard, los seres humanos nos imitamos los unos a los otros continuamente. Esto puede ser beneficioso (es la base del aprendizaje), pero también puede ser muy perjudicial. Si imitamos a los demás, también imitamos sus deseos, y al final, terminamos deseando las mismas cosas. Empiezan así las rivalidades.
            Girard estudió muchas de estas situaciones en la literatura europea (con análisis literarios muy ingeniosos). Y, yo empecé a ver aplicabilidad de sus teorías en muchísimos ámbitos: por qué hay guerras civiles, cómo la publicidad incita en nosotros deseos a través de la imitación, de dónde viene la envidia, etc. Pero, hoy me doy cuenta de que, la teoría de Girard tiene también un peligro: muchas veces, pretende explicar absolutamente todo, y no permite ningún contraejemplo que la refute, pues siempre hay la posibilidad de explicar las excepciones. Karl Popper habría dicho que su teoría no es falseable, y por ende, no es científica.
            Hubo otro aspecto de la obra de Girard que me fascinó también. Según las teorías de Girard, cuando surgen rivalidades y violencias debido al deseo mimético, éstas quedan parcialmente resueltas cuando se canaliza la violencia hacia un chivo expiatorio. Eso explica cómo las mayorías se vuelcan contra las minorías, cómo existen procesos de persecución, y cómo quedan rastros de ello en instituciones culturales básicas, como los ritos y los mitos. La violencia hacia el chivo expiatorio, decía Girard, es el origen de la cultura. Así, cuando yo observaba ritos contemporáneos, y estudiaba mitos y ritos arcaicos, la teoría de Girard me abría un inmenso abanico teórico para entender mejor las cosas. Pero, de nuevo, hoy me doy cuenta de que, las teorías de Girard sobre los orígenes de la cultura no son adecuadamente falseables.
            En la época en que yo empezaba a conocer la obra de Girard, yo salía de esa fase de inmadurez intelectual que todos atravesamos, cuando nos contagiamos de relativismo cultural. Yo empezaba a rechazar la idea de que todas las culturas tuvieran el mismo valor. Y, al leer en los libros de Girard la idea de que Occidente es superior a las demás civilizaciones, me entusiasmé. Girard decía que Occidente es superior, debido a su religión cristiana. Según Girard, mientras que todas las religiones del mundo ejecutan el mecanismo del chivo expiatorio sin darse cuenta de que la víctima es precisamente un chivo expiatorio, el cristianismo, mediante su narrativa de la Pasión, coloca al descubierto el mecanismo psicosocial que lo rige. En los ritos y mitos de otras religiones, las víctimas siempre son culpables de algo, y eso impide que veamos en ellas unos chivos expiatorios; las vemos como monstruos que merecen ser ejecutados. En cambio, en el cristianismo, Cristo es la figura inocente, y eso nos permite ver que es un chivo expiatorio injustamente perseguido. A juicio de Girard, ésta es la prueba de que el cristianismo es una religión divinamente inspirada.
            Yo nunca había sido religioso. Pero, esta apologética me conmovió bastante. No me hice cristiano propiamente, pero sí terminé por admitir que el cristianismo sí es una religión superior a las demás, por los motivos que Girard esgrimía. Así, cada vez fui penetrando más en la lectura de Girard, y empecé a participar en asociaciones dedicadas a su pensamiento. No obstante, pronto me di cuenta de que, en torno a Girard orbitaban pocos académicos, y más religiosos que buscaban un pretexto intelectual para mantener su fe. Varias de esas asociaciones parecían más retiros espirituales que grupos de discusión crítica.
            Eventualmente, ante la ausencia de un espíritu verdaderamente crítico, y a medida que maduraba más intelectualmente, terminé por rechazar, no sólo la apologética de Girard, sino toda la apologética cristiana. Hoy abrazo el ateísmo (o, al menos, el agnosticismo), por una razón muy básica: no veo indicios de que Dios exista, y como habría dicho Carl Sagan, los alegatos extraordinarios requieren evidencia extraordinaria. Quien quiera alegar que Dios existe, debe presentar evidencia bastante extraordinaria, y nadie hasta ahora ha hecho tal cosa.
            Girard no ha presentado evidencia de la existencia de Dios; incluso, ni siquiera ha presentado evidencia de que el cristianismo es realmente una religión superior a las demás. Girard trata de mostrar que el cristianismo simpatiza con las víctimas, mientras que las otras religiones no lo hacen en el mismo grado. Aun si eso fuere así (y, como mencionaré, es bastante cuestionable), eso no es evidencia de inspiración divina. Es perfectamente plausible que, por meras contingencias históricas, el cristianismo tuvo más simpatía por las víctimas que las otras religiones. No se requiere de la intervención divina para explicar este fenómeno.
            Pero, incluso, la forma en que Girard comparaba el cristianismo con otras religiones ahora me parece muy inadecuada. Girard se basaba en los textos bíblicos, y los comparaba con los mitos. Comparaba, por ejemplo, la historia de José con la de Edipo (dedicaba un capítulo entero a esto en uno de sus libros más populares, Veo a Satán caer como el relámpago). Ambos personajes son acusados de incesto, pero en la Biblia, José es inocente, mientras que Edipo es culpable. Según Girard, los escritores bíblicos simpatizan con las víctimas de persecución (y, en ese sentido, reprochan la violencia), mientras que los autores de mitos (como Sófocles), consideran que los perseguidos en verdad son culpables de algo, y así no simpatizan con las víctimas, sino con los perseguidores.
Estas comparaciones son interesantes. Pero, Girard no fue lo suficientemente cuidadoso en evaluar toda la evidencia. ¿Acaso no acusó Pablo, en I Corintios, a un hombre de cometer incesto, y aceptaba los rumores de su culpabilidad? ¿No es éste un texto bíblico que simpatiza con los perseguidores, en vez de con los perseguidos? Girard muy selectivamente escogía sus textos, a fin de ratificar sus sesgos cristianos. Y, me temo que lo mismo hacen muchos de sus seguidores, quienes quieren valerse de su teoría para ratificar sus creencias religiosas.

La lectura de Girard me condujo a conocer más profundamente los textos bíblicos, y sobre todo, los estudios sobre el Jesús histórico. Y, eventualmente, me di cuenta de que Girard, a pesar de ser historiador, no tenía mucho interés en los detalles históricos de los textos que él seleccionaba para fundamentar su apologética cristiana. Por ejemplo, a Girard también le gustaba comparar la historia de la adúltera en el evangelio de Juan, con una historia sobre un apedreamiento incitado por Apolonio de Tiana. Jesús persuade a la multitud para que deje de perseguir a la mujer, mientras que Apolonio más bien incita a la multitud a linchar a un mendigo (Girard dedica a esta comparación, otro capítulo de Veo a Satán caer como el relámpago). Pero, ¿no sabía Girard que esa historia ni siquiera aparece en la versión original del evangelio de Juan, sino que es una interpolación bastante posterior?
Esta ausencia de rigor histórico hizo alejarme aún más de la obra de Girard. Hoy, tras haber considerado detenidamente la vida de Jesús, me doy cuenta de que el fundador del cristianismo no era la figura mansa y pacífica que Girard siempre quiso retratar. Es mucho más fiel el retrato que hizo Albert Schweitzer, y el cual ratifican muchos historiadores hoy: Jesús era un predicador apocalíptico fanatizado que esperaba la liberación violenta de su pueblo.

Así pues, no puedo considerarme hoy un girardiano. Pero, en ocasión de la muerte de este gran pensador, sí debo expresar la gran admiración que he tenido por su obra. La Academia Francesa lo incluyó como uno de sus inmortales, y me parece que fue una decisión muy acertada. Honor a él.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Sobre el latrocinio de Éfeso

Cuando escribí mi libro La teología ¡vaya timo!, mencioné sólo de pasada el segundo concilio de Éfeso, celebrado en 449. En estos momentos, se celebra en Roma el sínodo de la familia, convocado por el Papa Francisco. Seguramente, este sínodo, y la abrumadora mayoría de los concilios en la historia de la Iglesia, son tremendamente aburridos. Pero, el segundo concilio de Éfeso no fue aburrido. Aquello no era meramente una sesión de ancianos discutiendo temas incomprensibles. Era más afín a un encuentro de lucha libre, pues los deliberantes se fueron a las manos (seamos honestos: una sesión de un parlamento es más interesante cuando hay golpes entre los diputados).
            Años antes de ese concilio, Nestorio, el arzobispo de Constantinopla, se oponía a que María fuese llamada “Madre de Dios”. Según Nestorio, María no podía ser la madre de Dios, pues la persona a quien ella dio a luz tenía dos naturalezas separadas (divina y terrenal), y a quien engendró fue la naturaleza terrenal. En parte debido a circunstancias políticas, el patriarca de Alejandría, Cirilo, se opuso a la doctrina de Nestorio (digo que en parte la oposición era política, porque si bien Cirilo genuinamente pudo haber estado en desacuerdo con la teología de Nestorio, aprovechó la oportunidad para desplazar la influencia política de Constantinopla, y hacer más prominente a Alejandría).

            Cirilo hizo lobby político al emperador de aquel entonces, Teodosio II, y lo convenció para que convocara un concilio en la ciudad de Éfeso, a fin de resolver la disputa, en el año 431. Obviamente, ya las cosas empezaban mal: Éfeso, según la leyenda, era la ciudad a la cual se retiró María. Y, en esa ciudad, había mucha devoción hacia María. Cirilo estratégicamente seleccionó esa ciudad para promover el título “Madre de Dios” y repudiar a Nestorio. No cabría esperar mucha honestidad por parte de este Cirilo, un fanático que, dicho sea de paso, tuvo mucho que ver con la muerte de la científica Hipatia en la ciudad de Alejandría.
            La deshonestidad de Cirilo no terminó ahí. Al llegar a Éfeso, no esperó a los delegados de Nestorio, y dio inicio al concilio (¡así cualquiera gana un debate!), el cual condenó a Nestorio, dirigiéndole cartas refiriéndose a él como Judas (¡qué amigables!). Cuando los delegados de Nestorio llegaron, enfurecidos por las artimañas de Cirilo, hicieron un concilio paralelo, condenando a Cirilo. Teodosio se acogió a la decisión de este concilio, y encarceló al alejandrino. Pero, Cirilo, siempre ruin, sobornó a los carceleros y logró escapar.
            Desde Alejandría, Cirilo volvió a desplegar su talento para hacer lobby. Y, esta vez, lo hizo a lo bestia. Envió a Constantinopla a Dalmacio, un monje que llevaba años sin salir de su celda. A Dalmacio lo acompañaron unas hordas (cabe presumir que eran bastante violentas y representaban una gran amenaza), se plantaron frente a Teodosio, y se generó un motín. El emperador accedió a las peticiones de Cirilo, y esta vez condenó a Nestorio, quien fue exiliado a un monasterio en Egipto, bajo el monitoreo de Cirilo. Éste consiguió así su propósito y murió en paz.
Años después, un teólogo de Constantinopla, Eutiques, empezó a promover una nueva doctrina: Cristo no tiene dos naturalezas separadas (como enseñaba Nestorio), sino una sola naturaleza, fusión de su carácter divino y terrenal. El patriarca de Constantinopla, Flaviano, convocó un concilio, en el cual se condenó la enseñanza de Eutiques.
Dióscoro, el sucesor de Cirilo en Alejandría, se propuso defender a Eutiques. La doctrina de Eutiques no era exactamente la misma que la de Cirilo, pero en tanto era radicalmente opuesta a la de Nestorio, y Nestorio era tremendamente odiado en Alejandría, terminó por apoyar a Eutiques. Así, Dióscoro desplegó el mismo talento de lobby que su antecesor Cirilo, y convenció a Teodosio para convocar un segundo concilio en Éfeso.
Si Cirilo fue un maestro de la manipulación en los concilios, Dióscoro lo superó, pues incorporó tácticas de intimidación mucho más agresivas. Dióscoro se llevó a hordas de monjes fanatizados, y logró amedrentar a sus oponentes en el concilio. Flaviano, el patriarca que había condenado las enseñanzas de Eutiques, fue apaleado por las hordas bajo el mando de Dióscoro, y murió días después. Este segundo concilio de Éfeso no fue una aburrida sesión de argumentos y contraargumentos teológicos. Acá sí hubo la excitación propia de un circo con gladiadores.
Desde Roma, el Papa (aún no se le consideraba el máximo jefe de la cristiandad, sino sólo un patriarca más) León I, había enviado delegados al concilio, y éstos presentaron un documento (el famoso Tomo) que repudiaba la doctrina de Eutiques. Pero, Dióscoro no permitió que se leyera el documento en las discusiones, y así, este segundo concilio de Éfeso fue una victoria para Dióscoro.
Las cosas se hubieran quedado así, si no hubiera sido por una contingencia histórica: el emperador Teodosio se cayó de su caballo en una cacería, y murió. El trono fue asumido por su hermana, Pulqueria. León aprovechó la oportunidad para hacer lobby, y explicó a la emperatriz que en aquel segundo concilio de Éfeso había habido forcejeo, y que por ende, había sido un “concilio ladrón” que no tenía validez.
Pulqueria accedió al lobby de León, y convocó un nuevo concilio, esta vez en la ciudad de Calcedonia, el año 451. Allí, se decidió declarar latrocinio al concilio anterior celebrado en Éfeso. Y, se fijó la doctrina que perdura hasta hoy: Cristo tiene dos naturalezas (después de todo, se terminó aceptando una doctrina muy similar a la que Nestorio había defendido en un inicio, sólo que Nestorio no aceptaba el título “Madre de Dios” para María).
De toda esta tragicomedia, podemos sacar algunas conclusiones. En primer lugar, la historia de los concilios de la Iglesia es bastante terrenal, y difícilmente podríamos aceptar que el Espíritu Santo guía las decisiones que se toman. Meras contingencias históricas han hecho que ésta, y no aquélla, se la doctrina oficial. Si Teodosio no se hubiese caído de aquel caballo, la doctrina de Eutiques hubiese prevalecido, y la cristiandad entera habría declarado que Cristo tiene una sola naturaleza (como, de hecho, creen hasta el día de hoy algunas iglesias orientales).
El Papa León merece elogios por haber denunciado la villanía con que se realizó el segundo concilio de Éfeso. Pero, precisamente, esto debería servir para someter a consideración si ha habido otros concilios que han impuesto doctrinas muy importantes, y que se han realizado con el mismo amedrentamiento con que se hizo el segundo concilio de Éfeso. Hay evidencia histórica de que Pío IX, el Papa que convocó el I Concilio Vaticano en 1870 para formular la doctrina de la infalibilidad papal, usó tácticas de amedrentamiento. Seguramente no fueron tan brutales como las que empleó Dióscoro en Éfeso, pero hay espacio para dudar de que el dogma de la infalibilidad papal surgió de una decisión libre entre deliberantes. Hubiese sido oportuno que algún Papa posterior a Pío IX hubiese intentado declarar latrocino aquel concilio.

Por último, toda esta historia coloca de relieve que, hasta el siglo V, el Papa era uno más del montón. Roma no era la sede suprema de la cristiandad, y los cristianos no asumían que hubiera una sucesión apostólica en el Papa a través de Pedro. Fue precisamente León I quien tomó los primeros pasos para atribuir esto al obispo de Roma, pero la forma en que se dieron las cosas revela que los patriarcas de Alejandría y Constantinopla tenían tanto o más primacía que el Papa en asuntos teológicos. Gracias al ascenso de Pulqueria, el Papa pudo tener más prominencia que sus pares de Alejandría o Constantinopla (y, ni siquiera plenamente, pues aun León quedó insatisfecho con los resultados del concilio de Calcedonia). Pero, de nuevo, si el emperador no se hubiese caído de ese caballo, seguramente Roma no habría sido considerada hoy la sede la cristiandad.