lunes, 26 de enero de 2015

Keynes y los ascensoristas de Venezuela



Una de las cosas más absurdas que recuerdo de mi infancia en Venezuela, era ver frecuentemente a los ascensoristas en edificios de diversa índole. El que yo más vívidamente recuerdo es el del almacén Fin de Siglo, en la avenida 5 de julio de Maracaibo.
 
            En una época, los ascensoristas fueron una profesión muy necesaria, pues operaban estas máquinas, cuyo riesgo muchas veces es subestimado. Pero, a medida que los ascensores fueron adquiriendo botones automáticos, la profesión fue desapareciendo en muchos países hacia la década de los años 60 del siglo XX.
            No obstante, en Venezuela, hasta bien entrada la década de los 80, esta profesión continuó. Estos ascensoristas operaban ascensores que ya tenían botones automáticos. Cualquier persona podía presionar el botón, pero el usuario le dictaba el número de piso al ascensorista, y éste presionaba el botón. Recuerdo vívidamente que el ascensorista de Fin de Siglo tenía una terrorífica cara de aburrimiento. Estos ascensoristas existían porque los gobiernos venezolanos así lo requerían. Existía un decreto, según el cual, toda empresa, pública o privada, que tuviera ascensor (sin importar si era automático o no), debía tener ascensorista.
            Es tentador pensar que esta locura es debida a algún excéntrico político criollo. Pero, no. En realidad, se inspira en John M. Keynes. Keynes observaba que, por diversos motivos (pero, fundamentalmente, debido a que la reducción de costos genera desempleo, y a su vez, el desempleo genera contracción en el consumo, lo cual a su vez genera más reducción de costos), el capitalismo atraviesa períodos de recesión. Para romper este círculo vicioso, Keynes proponía la intervención del Estado para realizar los debidos correctivos. Y, básicamente esta intervención consistía en reactivar la economía dirigiendo fondos públicos para obras públicas. En el esquema de Keynes, lo importante no es tanto la obra pública, sino la reactivación del empleo.
            Proverbialmente, los keynesianos llegaron a postular que, en tiempos de contracción, podría ser incluso necesario para el Estado crear agujeros, para inmediatamente llenarlos. Lo importante, de nuevo, es estimular la economía generando empleos.
            En mis días de estudiante, todo esto me parecía genial. Mis profesores me reafirmaban la idea de que EE.UU. salió de la gran depresión debido a su entrada en la Segunda Guerra Mundial, en buena medida debido a la reactivación económica que la industria de guerra suscitó.
            Hoy, sé que esta interpretación histórica está bastante cuestionada. Pero, en todo caso, al contemplar el patético caso de los ascensoristas, casi intuitivamente postulo que la solución de Keynes no puede ser la más óptima. El buscar crear empleos a toda costa, me parece, termina generando una bestial ineficiencia en la administración de los recursos, y tarde o temprano, esta ineficiencia se apodera de otras esferas de la vida social.
            El decreto de los ascensoristas generó miles de trabajo inmediatamente. Pero, ¿a qué costo? Sospecho que, en el plano económico, estos remedios keynesianos hubieron de generar una inflación tremenda. Las empresas privadas (como Fin de Siglo) debían incorporar en su nómina nuevos empleados que hicieran la función de ascensoristas. Pero, al incrementar sus pasivos laborales, Fin de Siglo debía recurrir al aumento de las mercancías que comercializaba. Los ascensoristas tenían dinero (pues ya no eran desempleados), y con eso, se aumentaba la masa monetaria en la calle. Pero, al no haber un aumento real de la producción (¿qué carajo aporta un ascensorista a la producción?), esta masa monetaria se volvía más inorgánica, y al final, crecía la inflación.
            Pero, sospecho que los problemas iban más allá del ámbito económico. Al menos Keynes tenía la idea de crear huecos para taparlos, cuestión que requeriría cierto trabajo. Pero, apretar los botones de un ascensor no requiere ningún esfuerzo. Con todo, se va creando en la mente del ascensorista la idea de que el patrón tiene el deber de pagar por una actividad tan estúpida como la que hace el ascensorista. Y, así, a medida que el Estado reparte más y más dinero con el supuesto objetivo de reactivar la economía, al final, se llega a un estado de total dependencia respecto al Estado, y ninguna iniciativa o emprendimiento, una situación típica de los países comunistas. Con esto, la economía termina de desplomarse.

            Keynes proponía dar dinero a quien crease y tapase huecos. Carlos Andrés Pérez proponía dar dinero a quien apretase los botones de un ascensor (una tarea mucho menos ardua, pero al menos, que exige cierta disciplina en el cumplimiento del horario laboral). Ya en la época de Chávez, la propuesta era dar dinero a gente que ni siquiera tenía que rendir cuentas o cumplir horarios: madres de reclusos, o sencillamente, gente que recibía becas por el mero hecho de existir.
            Supongo que la teoría económica de Keynes tiene muchos méritos, y requiere una valoración mucho más compleja de lo que yo, un simplón en estos asuntos económicos, puede hacer. Pero, la contemplación de los ascensoristas durante mi infancia, me hace sospechar un poco de las virtudes de sus ideas.

domingo, 25 de enero de 2015

"Rambo II" es mejor de lo que suelen decir los críticos



            El personaje de Rambo suele ser despreciado por los críticos, y no sin razón. Rambo encarna los valores militaristas que tanto daño hacen a la humanidad. Pero, Rambo es básicamente el mismo arquetipo que Aquiles o Amadís de Gaula: un guerrero viril pero noble, que tiene muchas aventuras. Cuesta entender por qué los críticos cinematográficos y literarios desprecian tanto a Rambo, pero se deleitan con la lectura de la Ilíada.
 
            Rambo es un personaje bastante más complejo de lo que suelen postular los críticos. La primera de sus películas, First Blood, trata sobre un perturbado veterano de la guerra de Vietnam, que regresa a su país, y encuentra resistencia. El tema del regreso a casa tras la guerra, ha fascinado a las audiencias desde la Odisea. Y, si bien First Blood es una película con todos los clichés del cine de acción (y su correspondiente sobredosis de violencia), explora de forma más o menos profunda el problema del regreso de los veteranos, psicológica y sociológicamente.
            De hecho, en la primera película, no es del todo claro que el filme fuese el festín propagandístico norteamericano que se le atribuye ser. La película en buena medida es un homenaje a los veteranos y una crítica a la sociedad civil que los repudió a su regreso, pero hasta cierto punto, no deja de ser crítica con la propia guerra de Vietnam. Si bien a la película no le importa un comino el sufrimiento de los vietnamitas, al menos muestra interés por el trauma que esa guerra generó sobre el propio pueblo norteamericano.
            Rambo II es menos reflexiva que la primera película de la saga, y mucho más propagandista. No extraña que, allí donde la primera película tuvo una recepción mixta entre los críticos, la segunda fue casi unánimemente despreciada. En Rambo II, se explota mucho más el patrioterismo, el populismo y la conspiranoia propia de la Guerra Fría. Pero, con todo, Rambo II es mejor de lo que se suele postular.
            En esta película, a Rambo le asignan la misión de rescatar a los prisioneros norteamericanos de guerra que supuestamente quedaron en Vietnam, tras el fin del conflicto. Digo “supuestamente”, porque el consenso entre investigadores es que tales prisioneros no existían. Pero, hasta finales de los años 80 del siglo pasado, siempre quedó en un grueso sector del pueblo norteamericano, la sospecha de que el gobierno había dejado atrás a estos prisioneros, para evitar complicaciones en la superación de ese episodio tan traumático en la historia de EE.UU. Rambo viaja a Vietnam a tratar de cumplir su misión, pero es traicionado por un burócrata que no quiere complicaciones, y prefiere que no aparezcan los prisioneros.
            La película es populismo puro y duro. De forma similar a la teoría de la conspiración que surgió en Alemania tras el fin de la Primera Guerra Mundial, en EE.UU. siempre se ha manejado la idea de que los políticos dieron una puñalada por la espalda al ejército, y eso explica la derrota en Vietnam: como el propio Kissinger alegó en alguna ocasión, EE.UU. jamás fue derrotado en el campo de batalla, y si acaso perdió esa guerra, fue porque los políticos no permitieron al ejército hacer su trabajo. Rambo II se hace eco de esto.
            Ahora bien, el filme es magistral en tocar la vena populista y patriotera de la audiencia, aun sin que ésta sea norteamericana. Yo (un ciudadano del Tercer Mundo, una porción del mundo que seguramente ha sufrido mucho por las aventuras de filibusteros yanquis como Rambo), al ver la película, me sentí muy emocionado. Puedo estar muy consciente de la manipulación patriotera y conspiranoica, pero no pude evitar, en algunas escenas, tener el deseo de pararme de la silla, saltar, y decir, “¡Arriba, muchachos!”. Al César lo que es del César: se requiere de bastante talento cinematográfico para lograr este efecto.
Supongo que, con Rambo II, me ocurre algo similar que lo que me sucedía al escuchar los discursos de Hugo Chávez: yo estaba al tanto de su manipulación, su grotesco uso de falacias argumentativas y demás vicios, pero el derroche de carisma y talento comunicacional que ese hombre exhibía, hacía que yo pudiera oírlo por horas y horas.
Las escenas que más me emocionaron en Rambo II, fueron cuando se anuncia el regreso de los prisioneros de guerra a la base militar. El burócrata que quiere que la misión falle se molesta, pero el resto del personal (todos militares) estalla en alegría.
En estas escenas hay algo bastante profundo: a decir verdad, en Rambo II, no hay mucha manipulación patriotera en el sentido tradicional, a saber, despliegue de símbolos patrios o discursos ridículos sobre la grandeza de EE.UU. Pero, sí hay mucho alarde del valor de la camaradería entre los soldados. Y eso es algo que los psicólogos conocen desde hace mucho tiempo: el soldado en realidad no está muy dispuesto a morir por su país, pero sí está dispuesto a morir por sus compañeros de armas.
Rambo hace un enorme sacrificio, no para liberar a EE.UU. de la amenaza comunista, o para cumplir algún objetivo político de gran envergadura, sino para liberar a sus camaradas de un suplicio que él mismo vivió en el pasado. Esta camaradería es una mina de emociones, y por eso su retrato es tan efectivo en el cine. De hecho, el espectador se sentirá emocionado, sin importar cuál es la bandera que ondea: la camaradería no tiene color, a la hora de inspirar emociones.
Quizás otro motivo por el cual estas escenas resultan tan emotivas es el siguiente: el tema del regreso tras la muerte es cumbre (no en vano, es la base de la religión con más fieles en el planeta). Se había asumido que estos prisioneros de guerra estaban muertos, y ahora, aparecen vivos y coleando. Eso ha de generar gran emoción, sean del país que sean. De hecho, la escena del regreso de los prisioneros de guerra en Rambo II me hizo recordar otro momento emotivo que vi hace unos años en televisión: la liberación de Ingrid Betancourt (a quien se creía muerta), en una operación no muy distinta de las que hace Rambo.

jueves, 22 de enero de 2015

¿Por qué odian los yijadistas a Occidente?



            A raíz de los recientes episodios de violencia yijadista, ha vuelto a resurgir la vieja cuestión: ¿por qué los integristas musulmanes odian tanto a Occidente? Y, en una suerte de justificación parcial de la violencia yijadista, numerosas figuras intelectuales de la izquierda responden enfáticamente: porque Occidente se ha buscado su propio odio.

            Durante la Primera Guerra Mundial, Francia e Inglaterra prometieron a los pueblos árabes su independencia si apoyaban su bando (por aquella época eran súbitos del imperio otomano), y en cuanto acabó la guerra, hicieron caso omiso a su promesa, y se repartieron el Medio Oriente entre sí, como trofeos coloniales.
            Después de la Segunda Guerra Mundial, la descolonización impuso fronteras artificiales y dividió al mundo árabe en fronteras arbitrarias. EE.UU., el nuevo poder imperial, ha apoyado sin reservas al Estado de Israel y sus abusos contra el pueblo palestino. También EE.UU. ha mantenido déspotas en los países árabes. Y, para colmo de males, en una tremenda codicia de petróleo, organizó una invasión brutal de Irak que ha incluido toda clase de abusos.
            Estos datos son indiscutibles. Pero, me parece que los izquierdistas se equivocan gravemente. La principal fuente de odio contra Occidente no son los abusos de las potencias occidentales. Más bien, es el propio contenido de la religión islámica. O, en todo caso, los abusos occidentales no son suficientes para generar estas reacciones violentas. Es necesaria también una religión que sirva como detonante de este resentimiento.
              Sam Harris muy elocuentemente ha señalado que los cristianos de Cisjordania sufren las mismas vejaciones a manos del ejército israelí, pero con todo, no hay mártires cristianos colocando bombas en Tel Aviv. Los iraquíes cristianos han sufrido la invasión tanto como el resto de sus compatriotas, pero no se ven cristianos árabes masacrando a los caricaturistas de Charlie Hebdo cuando éstos se burlaron de Jesucristo.
            El integrismo musulmán no busca, en palabras del propio ayatolá Jomeini, “hacer bajar el precio del melón”. Su intención no es meramente hacer que EE.UU. deje de invadir países y que los barrios marginados de Marsella tengan mejores condiciones sociales. Busca algo mucho más profundo. Y eso es, sencillamente, hacer desaparecer los valores propios del materialismo capitalista, pero también, los valores propios de la Ilustración. El integrismo musulmán odia a Bush por invadir Irak, tanto como a Mickey Mouse por invitar al hedonismo, y tanto como a Darwin por negar que Dios creó al hombre de arcilla.
            En esta discusión, es muy pertinente tener presente la figura de Sayyed Qutb. El renovado integrismo musulmán de finales del siglo XX debe mucho a este personaje. Él fue quien, a mediados del siglo XX, lanzó el movimiento que luego desembocaría en los Hermanos Musulmanes, y que luego nutriría ideológicamente a grupos como Al Qaeda y  Ejército Islámico.
            Cierto es que Qutb, cuya obra es vastísima, nunca hizo un llamado a matar inocentes empleando tácticas terroristas. Pero, sí hizo un llamado a destruir Occidente. Mucho antes de que Samuel Huntington hiciera popular su tesis sobre el choque de las civilizaciones, fue el propio Qutb quien postuló que era inevitable una confrontación. ¿Por qué era necesario destruir a Occidente? Qutb no ofrece las respuestas típicas de los izquierdistas (de hecho, fue ejecutado por Nasser, ¡un dictador muy mimado por la izquierda!). Para Qutb, las invasiones, el apoyo a dictadores, y el ejercicio del poder imperial, es apenas un motivo secundario. El verdadero motivo de su cruzada es la decadencia moral de Occidente.

            Qutb estuvo de visita en EE.UU., y quedó horrorizado de ver que los muchachos adolescentes bailaran con las muchachas (esto fue a mediados del siglo XX, ¡sin duda hoy quedaría más horrorizado con el reguetón!). A partir de esa experiencia tan traumática, quiso salvar al mundo musulmán de la depravación occidental. Su enemigo, pues, no era meramente EE.UU., Francia o Inglaterra, los típicos poderes imperiales. Era también Suiza, Luxemburgo y Andorra, paisitos que no ejercen ninguna depredación imperial, pero cuya cultura es lo suficientemente ofensiva como para ameritar su destrucción. ¿Por qué integristas musulmanes colocaron una bomba en una discoteca en Bali? ¿Acaso el gobierno indonesio ha extraído petróleo de otros países musulmanes a los cuales ha invadido? No: los terroristas colocaron una bomba en la discoteca, ¡precisamente porque odian las discotecas!
            El error fundamental de izquierdistas como Chomsky es no darse cuenta de que los propios valores que ellos defienden, son motivo de odio para el integrismo musulmán, y que la depredación imperial es apenas un motivo secundario. La izquierda clásica ha defendido el Estado laico, la promoción de la ciencia, la liberación femenina, la liberación sexual, la creación artística, etc. El integrismo musulmán aborrece todo eso. Mark Steyn muy cómicamente lo resumía así: el yijadista estará muy dispuesto a matar a Susan Sontang (una prominente izquierdista norteamericana) antes de que ésta tenga suficiente tiempo para decirle, “pero, espera, ¡yo estoy de tu lado!”.

lunes, 19 de enero de 2015

El racismo de los indígenas norteamericanos



            En América Latina, el indigenismo ha procurado divulgar la identidad indígena a toda la población. Y, frecuentemente, los políticos demagogos hacen uso de esto. Gente como Rafael Correa alega hablar lenguas indígenas, pero rara vez se le ha visto tener una conversación fluida en esas lenguas. Pero, al político demagogo le viene muy bien asumir la identidad indígena, pues con eso establece sus credenciales como liberador de los oprimidos.

            Así pues, es común que en aquellos países de América Latina que son gobernados por demagogos cercanos al indigenismo, se hagan grandes esfuerzos para que aún las personas cuyos ancestros no son indígenas, asuman parte de la identidad indígena. Los 12 de octubre (antes llamado “el día de la raza”, ahora el “día de la resistencia indígena”), los colegios exigen que los niños se disfracen de indígenas, en conmemoración de la resistencia. Se exalta la dieta del maíz y la yuca. Se invita a incorporar elementos musicales indígenas en la música popular. Políticos como Hugo Chávez continuamente exhortaban a la población a “vivir como nuestros indígenas”, supuestamente en un estado idílico de paz y convivencia con el medio ambiente.
            Es interesante contrastar esta promoción de las culturas indígenas en América Latina, con lo que ocurre en América del Norte. Allí donde los indígenas latinoamericanos aparentemente están muy felices de que el resto de la población asuma parte de su cultura, los indígenas norteamericanos se resienten por ello.
En EE.UU. y Canadá hay grupos sociales que, como los demagogos latinoamericanos, exhortan a la población a emplear elementos culturales indígenas en la comida, el vestido, la música, la religión, etc. Pero, en vez de alegrarse por ello, los indígenas norteamericanos consideran eso un robo cultural. Según su entendimiento, sólo los indígenas tienen derecho a usar plumas como vestido, o a practicar rituales chamánicos. Si una persona no indígena se atreve a asimilar algún aspecto cultural indígena, está cometiendo una grave falta, pues estaría invadiendo la integridad cultural de los pueblos indígenas.
Los indígenas norteamericanos ven la apropiación de símbolos culturales como una forma de mercantilización de su cultura, algo muy frecuente en el capitalismo consumista de América del Norte. Hasta cierto punto, tienen razón. Pero, vale apreciar que, bajo ese argumento, cuando un político demagogo como Rafael Correa se apropia de elementos culturales indígenas, también está mercantilizando la cultura indígena, no propiamente para ganar dinero, pero sí para ganar votos.
En todo caso, la actitud de los indígenas norteamericanos tiene mucho de reprochable. Pues, con ella, se asume que un pueblo no tiene derecho a incorporar los elementos culturales de otro pueblo. Con ello, se opone a cualquier forma de asimilación. Y así, se hace eco de la ideología racista del siglo XIX, según la cual, cada pueblo tiene una esencia cultural que no puede ser transformada. Los racistas del siglo XIX opinaban que un niño negro, aún si recibía una educación europea, jamás podría ser asimilado a la civilización occidental, y se seguiría comportando como negro. Pues bien, los indígenas norteamericanos están asumiendo que un blanco, aún si se impregna de elementos culturales indígenas, siempre seguirá siendo blanco. Esto es muy lamentable.