sábado, 5 de diciembre de 2015

Los colores políticos y los disturbios de Constantinopla

            Solemos creer que los disturbios ocasionados por los hooligans es un mal típicamente moderno, pero tenemos noticias de que estas cosas ya ocurrían en la antigüedad. Uno de los disturbios deportivos más infames fue el de Constantinopla en el año 532. La ciudad organizaba competencias de carreras de carros de caballos, y había cuatro equipos: los azules, los rojos, los verdes y los blancos. Cada uno de estos equipos tenía pandillas que los apoyaban en las gradas del hipódromo. La hostilidad entre las bandas fue creciendo (especialmente los azules contra los verdes), y en enero de 532, estalló la violencia en la ciudad.

            Los destrozos de la ciudad fueron enormes. Fue tanta la violencia, que el emperador Justiniano (quien apoyaba a los verdes), estuvo a punto de salir huyendo. Sólo gracias a la exhortación de su esposa, Teodora (la célebre prostituta devenida en emperatriz), Justiniano se quedó en la ciudad y logró restablecer el orden.
            En los albores de nuestra especie, nuestros ancestros vivían en bandas de no más de 150 individuos en la sabana africana. En un ambiente tan hostil frente a amenazas externas, la selección natural debió favorecer la tendencia psicológica a mostrar lealtad al grupo, pero a la vez, hostilidad hacia los foráneos. El tribalismo seguramente va en nuestros genes.
            Es sabido que, como muchas otras especies, los humanos tenemos mecanismos de reconocimiento de parientes, para discriminar mejor a los foráneos, y así, ejercer el nepotismo de forma más eficiente. Algunos teóricos han propuesto que esta capacidad de reconocimiento se extiende más allá del inmediato entorno familiar, y tiene incluso alcance racial. Según estos teóricos, eso hace que tengamos una tendencia innata a preferir a aquellos individuos que compartan con nosotros rasgos físicos identificables (los típicos rasgos raciales).
            Esta teoría se sigue discutiendo hoy. Pero, lo cierto es que, aun si no fuera cierta, es un hecho indiscutible que nuestra naturaleza tribal está firmemente arraigada, y no es necesaria la existencia de diferenciaciones raciales entre colectivos, para activarla. Las diferencias en lengua, tradiciones, etc., pueden ser suficientes para generar odios. Pero, ni siquiera eso es necesario. Basta que uno sea del Real Madrid, y el otro del Atlético de Madrid, para que eso active confrontaciones violentas.
            Esto se ha confirmado muchas veces en varios experimentos de psicología social (el más célebre de ellos realizado por la psicóloga Rebecca Bigler). A un grupo de niños se le asignan camisas con colores arbitrarios: unos rojo, otros azul. Se les exige agruparse en torno a esas camisas. Al cabo de poco tiempo, empieza la lealtad entre niños con el mismo color de camisa, pero también la hostilidad entre niños con camisa de color distinto.
            Todo esto es mala noticia para las aspiraciones de madurez política en la humanidad: el sectarismo es un fenómeno mucho menos ideológico de lo que creemos. En los disturbios de Constantinopla, hubo un barniz de disputa teológica (algunos hooligans opinaban que Cristo tenía una sola naturaleza, otros creían que tenía dos), pero, ¿realmente estamos dispuestos a creer que una discusión teológica como ésa puede generar vandalismo? Parece mucho más probable que la teología fue apenas la excusa para sacar a relucir los odios que eran más bien activados por los colores.

En la confrontación entre republicanos y demócratas en EE.UU., me temo que en la preferencia por uno u otro partido, el gusto por el burro o el elefante puede ser tan relevante como la discusión sobre la sanidad pública o la reforma migratoria. En Venezuela, los rojos se enfrentan a los azules, no tanto porque el comunismo sea mejor o peor que el capitalismo, sino sencillamente, porque uno lleva una bandera con un color, y el otro lleva una bandera de otro color. Muchos comentaristas observan, con bastante razón, que en realidad no hay una gran distinción ideológica entre el chavismo y la oposición. La diferencia está más que todo en los símbolos que conforman identidades políticas.

 La madurez política en nuestro país debe empezar por saber reconocer esta deficiencia en nuestro electorado, y cultivar una ciudadanía que haga crecer en el votante la conciencia de que el candidato preferible es aquel que defienda la postura política más racional, y no sencillamente aquel que pertenece a tal o cual grupo, y se viste con este o aquel color.

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