viernes, 9 de marzo de 2012

Respuesta a Roberto Augusto

He escrito una reseña del libro El nacionalismo ¡vaya timo!, de Roberto Augusto (acá). A su vez, Augusto ha escrito una réplica a mi reseña (acá). Ahora, hago una réplica a su réplica.

En la Edad Media, los escolásticos entraban en debates, citando a su contraparte, y respondiendo debajo del texto citado. En la edad del internet, este método ha cobrado fuerza, y lo seguiré. Citaré algunos pasajes de Augusto en negritas, y ofreceré mi respuesta.

Augusto escribe: “Pienso que esa diversidad es buena, pero que lo verdaderamente importante es la voluntad democrática de los pueblos. Si una sociedad decide abandonar su lengua histórica y adoptar el inglés está en su derecho a hacerlo. El mismo derecho tiene una comunidad a querer conservar su lengua minoritaria, aunque a algunos no les guste”.

Yo respondo: Estamos de acuerdo en que, en las decisiones de política lingüística, debe prevalecer un criterio democrático, y por así, decirlo, el derecho a la autodeterminación lingüística. Por eso, reitero que, si la mayoría de los votantes en Cataluña deciden manejar las dos lenguas en su sistema educativo, esa decisión debe ser respetada. Ahora bien, mi alegato es que los mismos líderes catalanes deberían darse cuenta de que dirigir cuantiosos recursos y esfuerzos a la preservación de una lengua que no cumple una gran función, es una estrategia con poco sentido. En la historia lingüística de la humanidad, ha habido un flujo que propicia que algunas lenguas sencillamente desaparezcan. Algunas veces esto ha ocurrido por imposición (como la época de Franco), pero otras veces ocurre más por presiones de mercado (como la época actual). Por ello, si yo fuera un residente de Cataluña, estimaría mucho más conveniente no dirigir recursos a la preservación del catalán. Pero, por supuesto, mi vocación democrática me obligaría a admitir que, si bien ésa es mi preferencia, no puedo imponerla a una mayoría que opine lo contrario. Con todo, el hecho de que no pueda suprimir el bilinguismo defendido por la mayoría no implica que no pueda intentar persuadir a esa mayoría, sobre la conveniencia de dirigir los recursos destinados a la promoción del catalán, a otras empresas más racionales.

Augusto escribe: “Todo el razonamiento de Andrade peca de un error básico en el que cae mucha otra gente. Éste consiste en pensar “que el lenguaje es una herramienta de intercambio”… Hay que tener en cuenta, entre otras posibles, las funciones identitaria y estética. Si aceptamos el razonamiento de Andrade llegamos a la conclusión que lo mejor es que sólo se hable una lengua en el mundo, por ejemplo, el inglés.

Yo respondo: ciertamente el lenguaje tiene una función identitaria. Pero, precisamente, la conciencia cosmopolita, opuesta a la nacionalista, busca reemplazar esas identidades, a favor de una identidad cosmopolita universal. El ser despojado de una identidad nacional no me parece un grave daño. Fueron precisamente los románticos Fichte, Herder y otros, quienes enaltecieron el Volksgeist y la identidad local. Yo me inscribo mucho más en el programa cosmopolita e ilustrado de Leibniz o Kant, quienes restaron importancia a las funciones identitarias.

También admito que el lenguaje tiene una función estética. Pero, esa función estética no debe tener más prioridad que la principal función de la lengua, a saber, como medio de intercambio. La peseta tiene también una función estética (¡qué bella es una moneda con la cara del rey de España!). Pero, esa función estética no debería conducirnos a reemplazar el euro por la peseta (y, si acaso se desea un regreso a la peseta, será por motivos estrictamente económicos, y no estéticos).

Augusto escribe: “Lo “racional” sería que los demás abandonáramos nuestras lenguas y se impusiera un único idioma en todo el mundo. Ese proyecto, además de ser indeseable, es imposible. Lo es porque la gente sencillamente no quiere renunciar a su idioma, ya que lo considera un rasgo fundamental de su identidad, de su cultura”.

Yo respondo: insisto, si se cultiva una conciencia cosmopolita, la gente ya no sentirá gran apego a una lengua en particular, y entenderá que la lengua por la cual debe sentir más apego es aquella que le permitirá comunicarse con un mayor número de personas.

Augusto escribe: Asumir esto no implica hacer concesiones al nacionalismo, sino constatar una tendencia natural en todos los pueblos de la Tierra. Si el proyecto homogeneizador de Andrade triunfara eso nos llevaría a un enorme empobrecimiento cultural. Esto se percibe claramente en el caso de la poesía, que en cierto sentido es intraducible, ya que se pierde la métrica y la rima originales al traducir un poema a otra lengua diferente de la original. Una sola lengua nos llevaría a un único tipo de poesía y haría imperar la cultura de la lengua hegemónica sobre todas las demás.

Yo respondo: Ciertamente existe la tendencia natural a querer preservar la lengua propia. Pero, no incurramos en la falacia naturalista: que algo ocurra naturalmente no implica que deba ocurrir. Si, gradualmente, sembramos una conciencia cosmopolita, podemos lograr que la gente abandone esa tendencia localista, y nos integremos en una aldea global.

Estoy de acuerdo en que la poesía es en buena medida intraducible, y que la homogenización lingüística conduce a un empobrecimiento cultural. Pero, insisto, ¿por qué Augusto no aplica su mismo razonamiento a la peseta? Una sola moneda en Europa empobrece la diversidad del patrimonio cultural europeo. Mi propuesta consiste en enriquecer el patrimonio cultural, pero no a expensas del público. Así como la peseta puede ser resguardada por los coleccionistas y en los museos, las lenguas minoritarias pueden ser resguardadas por especialitas, sin necesidad de colocar todos los avisos públicos en esa lengua, o de gastar cuantiosas sumas en traductores que realmente no son necesarios, o de mantener viva la lengua mediante políticas de gran alcance.

Nadie, hasta donde tengo conocimiento, ha propuesto traducir los avisos públicos al latín en Barcelona, para poder leer a Virgilio, Ovidio u Horacio. Al traducir esa poesía del latín al castellano (o al catalán), se pierde mucho, y hay empobrecimiento cultural. Pero, el afán por preservar la integridad de la poesía no debería conducirnos a inyectar masivos recursos públicos para mantener una lengua con pocas funciones hoy. Con los filólogos nos basta.

Augusto escribe: Si un pueblo como el vasco quiere conservar el eusquera tiene todo el derecho a hacerlo y eso es algo que hay que respetar. El mismo derecho tendrían a dejar desaparecer ese idioma.

Yo respondo: estoy de acuerdo. Mi alegato, no obstante, es que los mismos vascos deberían entender que no ganan gran cosa con empeñarse en querer mantener el eusquera.

Augusto escribe: Otro punto que no debe olvidar Andrade es que no es incompatible hablar gallego o aimara con hablar inglés, español o chino mandarín. Al final de su reseña Andrade dice que “un niño en Bilbao se beneficiará mucho más aprendiendo mandarín que aprendiendo vasco”. ¿Es qué ambas cosas son incompatibles? La conservación de lenguas minoritarias no es incompatible con la existencia de idiomas internacionales de comunicación que permitan la relación entre diferentes pueblos.

Yo respondo: psicológicamente, no hay impedimento para hablar varias lenguas (de hecho, es enriquecedor para otras habilidades cognitivas). Yo estoy a favor de la educación plurilingüe. Pero, creo que, a la hora de seleccionar cuáles lenguas enseñar, se debe mantener presente cuáles son las más útiles, y el eusquera no es una de ellas. Y, políticamente, la asignación de recursos a la promoción de una lengua implica restarle recursos a la promoción de otra lengua. No es incompatible aprender mandarín y eusquera, pero por cada euro asignado a la enseñanza del eusquera (una lengua poco útil), se resta un euro a la enseñanza del mandarín (una lengua mucho más útil). Un criterio elemental de decisión racional debería obligarnos a dejar de lado la asignación de recursos al eusquera, y en vez, dirigir esos recursos la enseñanza del mandarín.

Augusto escribe: Respecto al derecho de autodeterminación lo que hago en mi libro es muy poco original, ya que me limito a defender lo que dice la ONU al respecto. No intento pensar ese derecho para todo tiempo y lugar, sino que me interesa entenderlo en nuestra situación actual. La ONU reconoce el derecho a la autodeterminación de los territorios sometidos a un poder colonial.

Yo respondo: la ONU es muy ambigua en esto. Oficialmente, sostiene que sólo hay 16 territorios que, supuestamente, no son auto-gobernados. Pero, sabemos bien que, en realidad, hay muchísimos otros territorios cuya población mayoritaria alega no ser autogobernada. Una gran dificultad en todo esto, y que Augusto no atiende, es fundamentalmente semántica. ¿Qué significa exactamente ‘colonia’? ¿Es Hawaii una colonia de EE.UU.? ¿Es Cataluña una colonia de España? A pesar de los esfuerzos por resolver esta cuestión, nunca se ha ofrecido una definición clara y precisa para saber distinguir una colonia de un territorio íntegro.

Augusto escribe: Por esa razón Venezuela tendría derecho a independizarse del Imperio español sin que éste pudiera objetar nada al respecto. La ONU reconoce, además, el derecho a la integridad territorial de sus Estados miembros, salvo en situaciones excepcionales de genocidio o de una opresión extrema (ver nota 16 del libro).

Yo respondo: de nuevo, es muy esquiva la diferencia entre la integridad territorial de un Estado, y su poder colonial. Augusto reconoce que Venezuela tenía derecho a separarse unilateralmente de España. Pero, ¿qué podemos opinar de las Islas Canarias? ¿Son una colonia? Están en territorio ultramarino (bastante alejadas de la Península, valga agregar), y fueron conquistadas militarmente en el siglo XV, apenas un siglo antes de la conquista de América. ¿Por qué reconocer que Venezuela sí tiene derecho a la secesión, pero no así las Islas Canarias? Al final, me parece que el mejor criterio para postular quién tiene derecho a la secesión, es, insisto, la voluntad popular, independientemente de si ese territorio se considera o no parte integral de un Estado (Venezuela era considerada parte integral del Estado conformado por el imperio español, pero eso no detuvo a los independentistas).

Augusto escribe: “En mi opinión, en una sociedad democrática todos los miembros de esa comunidad deben tener el derecho de decidir lo que debe ser su Estado, no sólo los potenciales separatistas. Los españoles debemos poder decidir si queremos que una parte de nuestro territorio se independice del resto, porque eso es algo que nos afecta a todos. Si una secesión se hace dentro de un Estado democrático de manera legal y pactada entre todas las partes entonces no hay nada que objetar”.

Yo respondo: la mayoría de los habitantes en los territorios secesionistas no conforman voluntariamente el país del cual se pretenden separar. En función de eso, los miembros del Estado original, aun si es democrático, no tienen derecho a decidir si los separatistas se quedan o se van. Supongamos que las cortes de Cádiz hubiesen triunfado, Fernando VII nunca hubiese regresado al poder, y España se hubiese convertido en una democracia en 1815. Bajo ese escenario, ¿debían los españoles peninsulares participar en la decisión sobre la independencia de Venezuela? Mi opinión es enfáticamente que no, aun si el Imperio español se habría convertido en una democracia. Del mismo modo, la España actual es una democracia, pero eso no ofrece a un andaluz el privilegio de decidir si Cataluña se separa o no.

Augusto escribe: Aceptar el derecho a la autodeterminación que defienden los nacionalistas y Andrade nos conduciría al caos y a la violencia, ya que se fragmentarían muchos de los actuales Estados, lo que generaría graves conflictos que deberíamos intentar evitar.

Yo respondo: aceptar ese derecho a la autodeterminación más bien pondría fin a los conflictos separatistas. Mediante un referéndum en el País Vasco, la ETA quedaría deslegitimada. Es mucho más pacífico acudir a la fuerza de los votos en las urnas en referéndums de autodeterminación, que mantener la violencia terrorista de grupos separatistas que conservan cierto apoyo en la población, precisamente porque no se ha dado oportunidad a que los habitantes decidan cuál es su destino político.

Augusto escribe: Respecto al tema de los imperios no creo que realmente haya ninguna discrepancia entre nosotros. Nunca he dicho que no hay imperios mejores que otros. Lo que critico en el libro es el hecho de Gustavo Bueno afirme que el Imperio español es mejor que el inglés u el holandés sin aportar pruebas. Es evidente que un imperio que se dedica al exterminio es peor que otro que perdona la vida de las personas conquistadas.

Yo respondo: estamos de acuerdo. Con todo, yo defiendo la idea de que la conquista de América, en balance, constituyó una mejora en las condiciones para los propios pueblos indígenas, y que el aporte civilizacional de la conquista de América fue considerable. Con todo, por supuesto, eso no legitima la brutalidad con que se llevó a cabo.

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