miércoles, 11 de enero de 2012

La irracionalidad del nacionalismo

Recientemente visitó Venezuela el presidente de Irán, Majmud Ajmidineyad. Chávez y Ajmidineyad se abrazaban, sonreían y se fotografiaban juntos. Un amigo español me preguntaba si yo sentía vergüenza por ello. Pues, me añadía, él sentiría vergüenza de que un tirano como Ajmidineyad fuera recibido con honores en España. Según su argumento, la visita de un tirano a una nación debe avergonzar a sus ciudadanos.

Yo comparto la opinión de mi amigo: en efecto, Ajmidineyad me parece un tirano, y me parece un error que el presidente Chávez le rinda honores de recepción. Pero, no siento la vergüenza que mi amigo sentiría en caso de que Ajmidineyad visite España. Pues, sencillamente, lo que mi nación haga o deje de hacer no tiene mayor efecto emotivo sobre mí. En otras palabras, no siento vergüenza por mi patria, pero tampoco orgullo. De hecho, considero irracional tanto el orgullo como la vergüenza patria.

Del mismo modo en que, según algunos, debemos sentir vergüenza como ciudadanos, porque un tirano nos rinda una visita de Estado; así también supuestamente debemos sentir orgullo por los logros de nuestros compatriotas. Muchos venezolanos se han avergonzado de que Chávez diga disparates, pero a la vez, muchos se han enorgullecido de que Humberto Fernández Morán hiciera sendas contribuciones a la ciencia, o que Alicia Machado haya ganado el Miss Universo.

El orgullo patrio forma parte integral de la educación cívica. Desde niños, se nos enseña que debemos sentir orgullo y defender ‘lo nuestro’, a toda costa. Este orgullo no sólo se extiende a las labores de nuestros compatriotas, sino incluso también a las riquezas naturales. Los venezolanos, supuestamente debemos sentirnos orgullosos del petróleo y el Salto Ángel.

Todo esto forma parte de la ideología nacionalista. Los historiadores nos informan que el concepto de nación, como fundamento del Estado, es un fenómeno relativamente reciente. Siempre ha habido colectivos que se identifican mediante un conjunto de características culturales que los distinguen de los demás. Pero, en muchas ocasiones, las fronteras culturales no han coincidido con las fronteras políticas. En buena medida gracias a la influencia de ideólogos románticos del nacionalismo, como Herder y Fichte en el siglo XIX, los gobernantes europeos procuraron hacer coincidir las fronteras estatales con las fronteras culturales.

Desde entonces, puesto que el principio rector en la conformación política ha pasado a ser la integración cultural, la estabilidad de los gobiernos depende en buena medida del sentimiento nacionalista cultivado en sus ciudadanos. Por ello, los gobiernos modernos necesitan de un inmenso aparato educativo y propagandístico que continuamente esté reforzando en sus ciudadanos la identidad cultural propia de la nación, pues de ello depende sustancialmente la estabilidad y continuidad del régimen gubernamental.

Desde un punto de vista sociológico, el nacionalismo tiene grandes ventajas. Uno de los padres fundadores de la sociología, Emile Durkheim, sentía gran preocupación por el peligro de que las sociedades modernas incurran en el estado de anomia, a saber, la falta de orden e integración entre sus ciudadanos. Un antídoto eficaz frente a la anomia, sugería Durkheim, es el fomento de símbolos que permitan la integración. Si bien Durkheim no tenía una plena aprobación del nacionalismo (en buena medida porque vivió de cerca la I Guerra Mundial, auspiciada por los nacionalismos violentos), su teoría puede aplicarse como defensa del nacionalismo: el sentido de orgullo patrio, cultivado mediante símbolos, sirve para mantener unida a la sociedad.

En efecto, sociológicamente, el nacionalismo cumple una función. Uno de los problemas más graves que vive hoy Venezuela es precisamente la anomia, que se materializa en delincuencia. Pero, el nacionalismo viene a un precio demasiado alto, y termina por volverse irracional y, hasta cierto punto, opresivo. La preocupación por mantener unida a la sociedad favorece al colectivismo, y reprime al individualismo. En su afán por integrar a los ciudadanos, el nacionalismo despoja a éstos de su libertad individual para escoger cuáles son sus preferencias, y cómo se debe vivir. En el nacionalismo, el Estado ya ha decidido por el individuo cuál plato debe comer, cómo se debe vestir, cuál música debe escuchar, a cuál equipo de fútbol debe aupar, por cuáles individuos debe sentir orgullo, cuáles lugares turísticos debe visitar primero, etc.

El hombre, como recordaba Aristóteles, es un animal político. Y, en este sentido, no puede vivir aislado de los demás. Por ello, necesita una asociación, y para lograrla, es necesario cultivar un sentido de identidad. El nacionalismo es un caldo de cultivo para la identidad. Mediante el orgullo patrio, el individuo siente que pertenece a un colectivo, y se previene así contra la soledad y la enajenación que, por supuesto, tiene gravísimas consecuencias.

Pero, hay identidades más opresivas que otras. Las identidades más opresivas son aquellas que están muy lejos de ser voluntarias. El nacionalismo es la más emblemática de ellas. Nadie escoge dónde nace, muy pocos tienen la posibilidad de escoger cuál es su pasaporte. Desde el nacimiento, se le asigna una bandera, y se espera que el individuo asuma el paquete entero de emblemas nacionalistas que acompañan a esa bandera, so pena de que, si no lo hace, el peso del ostracismo recaiga sobre él.

Bajo esta ideología, el hecho de que yo nací en Venezuela me obliga a sentir orgullo por Simón Bolívar, pero en cambio, si hubiera nacido en Colombia, estaría obligado a sentir orgullo por Francisco de Paula Santander. Bajo la presión nacionalista, no cuento con la autonomía racional suficiente como para escoger por cuenta propia por quién sentir orgullo.

El orgullo patrio es así irracional. ¿Por qué debo sentir orgullo por las hazañas de un personaje que vivió hace doscientos años? ¿De qué modo ese personaje y yo tenemos alguna relación estrecha, lo suficiente como para que yo deba molestarme si alguien habla mal de él? Al final, la relación entre ese personaje y yo consiste en que ambos, por mero accidente, nacimos en el mismo pedazo de tierra. Puesto que ni él ni yo escogimos nacer en ese pedazo de tierra, nuestro vínculo es muy débil. En ese sentido, no tengo motivos racionales para enorgullecerme o avergonzarme por sus acciones. Si acaso me generan orgullo o vergüenza, no debe ser por el mero hecho de que él nació en el mismo pedazo de tierra donde yo nací, sino porque sus preferencias coinciden con las mías.

Hay, por otra parte, identidades que dejan mucho más espacio a la voluntad. La nacionalidad no es el único criterio por el cual un individuo puede sentirse identificado con un colectivo. Además de eso, puede haber profesión, ideologías políticas, religión, preferencias musicales, etc. En todas éstas, el individuo tiene mayor libertad de escoger a qué grupo pertenece, y cuáles son sus preferencias. Nadie escoge ser venezolano o japonés, pero sí puede escogerse ser (o dejar de ser) católico o budista, médico o ingeniero. A diferencia del nacionalismo, estas identidades ofrecen la posibilidad de integración a un colectivo, sin necesidad de oprimir al individuo.

Y, como corolario, en las identidades voluntarias, el orgullo por los símbolos del colectivo ya no es irracional. Pues, en la medida en que la adscripción al grupo procede de la voluntad del individuo, sí hay un vínculo lo suficientemente fuerte entre el individuo y aquello por lo cual siente orgullo. Por eso, no creo que un venezolano deba avergonzarse por las acciones de Hugo Chávez; después de todo, ese venezolano no escogió su nacionalidad. Pero, sí creo que un católico debe avergonzarse de las estupideces pronunciadas por Benedicto XVI, después de todo, ese católico sí ha escogido su religión.

El proceso de globalización, corolario de la consciencia cosmopolita cultivada desde la época de los estoicos y cínicos, debería debilitar a las identidades nacionales, y fortalecer a las identidades alternas que reposan más sobre la voluntad de los individuos. Durante alguna época, se pensó que la humanidad finalmente caería en cuenta de la irracionalidad de los orgullos patrios. No obstante, la guerra de los Balcanes y otros destellos nacionalistas, ha hecho repensar el asunto, y por ahora, no será tan fácil que la humanidad caiga en cuenta de que nadie escoge y su país y que, por tanto, la nación no es un óptimo referente para la identidad. Con todo, es una tarea que no debemos abandonar: en vez de construir sentimientos patrios, debemos avanzar hacia un futuro post-nacionalista de autonomía individual.

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