viernes, 20 de mayo de 2011

Por qué no ser bolivariano



“Héroes, arquetipos de una simplificación y transfiguración popular de la emancipación americana, San Martín y Bolívar se destacan como figuras an-históricas protegidas frente al historiador por una especie de tabú”

Salvador de Madariaga. Bolívar. Tomo I. Madrid: Espasa Calpe, 1984, p. 24.

Introducción

Este ensayo bien podría llevar el título “Por qué no soy bolivariano”, pues desde el emblemático ensayo de Bertrand Russell, “Por qué no soy cristiano”, las palabras “por qué no soy…” han servido como punto de partida para la redacción de ensayos filosóficos en contra de cualquier doctrina o sistema de creencias. No obstante, no podré emplear el título en cuestión, pues el historiador venezolano Manuel Caballero se ha adelantado a publicar un libro, Por qué no soy bolivariano, en el cual, en cierta medida, se ha propuesto un objetivo similar al mío: exponer las razones por las cuales él rechaza el bolivarianismo.

Podrá surgir la siguiente pregunta: si el eminente Manuel Caballero ya ha escrito un libro manifestando su reacción al bolivarianismo, ¿para qué molestarse en escribir un ensayo sobre lo cual ya existe un libro? Como respuesta, bien se puede sugerir que los argumentos para declararse no bolivariano son numerosos, de forma tal que perfectamente pueden surgir nuevos motivos que autores anteriores no han mencionado; en este sentido es perfectamente prudente redactar un ensayo de esta naturaleza. Así, en lo que sigue, intentaré responder a la pregunta, “por qué no soy bolivariano”, tomando al ensayo de Bertrand Russell como guía, y a partir de esto, emergerá una valoración respecto a Bolívar tras doscientos años de independencia en Venezuela.

Sobre todo, en consonancia con el ensayo anti-cristiano de Russell, pretendo mantener un tono filosófico e historiográfico que en ocasiones se pierde cuando un determinado autor expresa oposición a un sistema doctrinal. Si bien la palabra ‘bolivariano’ tiene grandes connotaciones partidistas en la Venezuela de inicios del siglo XXI, este ensayo no pretende ser un panfleto a favor de uno o de otro gobernante. Mucho más que adscribirme a un partido, deseo desvincularme, no de un partido político en particular, sino de una doctrina que, valga agregar, de ninguna manera ha comenzado con el actual gobierno venezolano. Nadie se atrevería a considerar que “Por qué no soy cristiano” es un panfleto en contra de la Iglesia Anglicana, aún si a ésta no le hubiese agradado su publicación; antes bien, ha pasado a ser un texto de gran relevancia para la filosofía del siglo XX. De la misma manera, es mi aspiración que un ensayo que lleve por título “Por qué no ser bolivariano” no sea tomado como un simple panfleto o profesión partidista. Si, como pretenden los bolivarianos, el bolivarianismo es una doctrina que amerita discusión filosófica, entonces cualquier texto que exponga razones para no ser bolivariano también amerita estatuto filosófico.

Bertrand Russell dividió su famoso ensayo en varios apartados. Con gran suspicacia, comprendió que el punto de partida para un manifiesto anti-cristiano es una definición mínima del cristianismo. Así, su primer apartado se llama “¿Qué es un cristiano?”. Habiendo definido esos términos, Russell pasa a considerar los argumentos para la existencia de Dios, intentando refutar cada uno de ellos. La tercera parte de su ensayo está consagrada a la figura de Cristo propiamente y la supuesta necesidad moral de la religión cristiana, y la cuarta está dedicada a adelantar su teoría sobre el origen y naturaleza de la religión en general, así como también un apartado final en el que Russell propone ciertas alternativas a la religión cristiana.

En la medida de lo posible, ésta será la estructura que seguiré en este ensayo. Si el tema de la definición del cristianismo fue importante para Russell, lo es aún más la definición del bolivarianismo, pues resulta éste un término ambiguo y presto a confusiones y, sobre todo, a manipulaciones. La atención que Russell dedica al problema de la existencia de Dios no nos compete en este ensayo, pues si bien el bolivarianismo se acerca bastante a ser una religión, no supone la aceptación de categorías teológicas o eventos sobrenaturales. Lo mismo que Russell hace con Cristo, he de dedicar atención a la vida y sobre todo a la obra escrita de Bolívar, y el legado que nos ha dejado doscientos años después de la conformación de Venezuela como nación.

1. ¿Qué es un bolivariano?

La gramática española enseña que el sufijo ‘iano’ denota alguien que sigue a la persona que antecede al sufijo. Así, si ‘cristiano’ es aquel que sigue a Cristo, ‘bolivariano’ es aquel que sigue a Bolívar. Esta definición elemental podría parecer muy lógica, pero como suele suceder en la historia, la figura histórica de Bolívar no sería hoy ‘bolivariana’ en muchos aspectos, como tampoco Marx sería marxista o el mismo Cristo cristiano.

Aquellos nombres que son sucedidos con el sufijo ‘iano’ suelen formular una doctrina lo suficientemente explícita como para contar con seguidores. Por muy genial que haya sido Cantinflas, no creo que hoy podamos encontrar ‘cantinfleanos’, pues el cómico mexicano no dejó una doctrina lo suficientemente explícita como para generar seguidores. Si hay ‘cantinfleanos’, en todo caso se referiría a los seguidores o imitadores de las cualidades artísticas del cómico. Pero, en el plano de la doctrina, Cantinflas no dejó nada sustancioso como para que hoy aparezcan ‘cantinfleanos’.

Aún si Cristo no escribió nada, su Sermón de la Montaña, parábolas y ejemplo de vida han resultado matrices de una ‘doctrina cristiana’. Es más común, no obstante, que las doctrinas a seguir estén lo suficientemente sistematizadas como para que los potenciales seguidores aprecien a plenitud sus características. Hoy en día se habla mucho de una ‘doctrina bolivariana’, pero ¿realmente existe tal cosa?

Si se compara con otros generales y estadistas de su época, Bolívar tenía una sólida formación filosófica. Sale a relucir su retórica, pues es bastante sofisticada, no sólo por el empleo de técnicas muy hábiles para persuadir a sus audiencias, sino también la fineza literaria con que construía sus discursos y proclamas. Igualmente, Bolívar estaba bien informado sobre las discusiones de filosofía política de su tiempo, y sus pronunciamientos son lo suficientemente abstractos como para no perderse en la inmediatez de su contexto.

Ahora bien, en Bolívar falta el rigor sistemático que un cuerpo de escritos debe tener para poder ser considerado una ‘doctrina’. Mi edición de sus obras abarca tres tomos, pero dos de ellos son cartas personales, y el tercer tomo está conformado por discursos bastante fragmentarios. Bien puede objetarse que las parábolas de Cristo distan de ser sistemáticas, y aún así existe una ‘doctrina cristiana’. A esto debemos responder que tal doctrina ha sido más bien el fruto de una larga y profunda reflexión a cargo de los Padres de la Iglesia, la cual fue sistemática. No existe nada de eso en Bolívar y los bolivarianos. Más aún, si efectivamente existe una ‘doctrina bolivariana’, ésta no es en absoluto original, sino más bien una tenue extensión de la Ilustración, en particular las doctrinas políticas de Rousseau, Locke y Montesquieu. Tendría mucho más sentido y justicia histórica hablar de una doctrina ‘rousseauiana’ que de una ‘bolivariana’. Y, si a pensadores venezolanos vamos, habría más espacio para construir una doctrina ‘rodriguista’ (Simón Rodríguez) o ‘uslarista’ (Arturo Úslar) que una ‘bolivariana’.

Aunado a lo anterior, nos encontramos con la dificultad de que, a diferencia de otros formadores de doctrina, Bolívar fue un hombre de acción política y militar, en función de lo cual, dependiendo de sus intereses en un momento determinado, estaba dispuesto a cambiar ciertos aspectos de su doctrina. Si en ocasiones demuestra simpatía por el federalismo, en otras se muestra como uno de sus grandes opositores. Si en ocasiones demuestra cierta admiración por las instituciones políticas norteamericanas, en otras manifiesta un sentimiento anti-norteamericano. Puede decirse lo mismo respecto al tamaño y fortaleza de los ejércitos en una república, la división de poderes, etc.

Es precisamente la vaguedad de la ‘doctrina bolivariana’ lo que ha contribuido a la espectacular polisemiosis del término ‘bolivariano’. En Venezuela, ser ‘bolivariano’ es todo y nada a la vez. De esto debemos concluir que, ‘bolivariano’ no ha venido a ser propiamente una doctrina, sino más bien un conjunto simbólico que, acercándose más a lo religioso que a lo político, ha sido empleado por los gobernantes para adelantar sus propias doctrinas: totalitarias en el caso de Gómez, liberales en el caso de Betancourt, socialistas en el caso de Chávez.

Así, todo en Venezuela terminó siendo ‘bolivariano’, pues a decir verdad, a casi nadie le importó si lo que se bautizaba con el nombre de ‘bolivariano’ realmente era acorde a los principios esbozados por Bolívar. Si salgo a caminar por la ciudad de Maracaibo, me encontraré con farmacias, estaciones de radio, supermercados, barberías, conjuntos residenciales, universidades, talleres y tantas otras cosas, todas ellas con algo en común: el nombre ‘bolivariano’. ¿Bolívar sabía algo de farmacéutica? Por supuesto que no, pero el ‘bolivarianismo’, siendo más un símbolo religioso que una doctrina, sirve para dar nombre a las farmacias.

La proliferación del bolivarianismo más allá de la esfera doctrinal política empezó con Guzmán Blanco en la segunda mitad del siglo XIX. Virtualmente ningún gobernante venezolano se ha atrevido a detener el avance del bolivarianismo (con la posible excepción de los gobernantes entre el período de 1958-1998) como símbolo cultural, y el gobierno de Hugo Chávez sólo llevó al extremo algo que ya se venía conformando desde hace siglo y medio. Puesto que todo en este país se perfilaba como ‘bolivariano’, se llegó a la lógica conclusión de que el país debería terminar por llamarse también ‘bolivariano’. Nació así la República Bolivariana de Venezuela. Si bien mi gentilicio sigue siendo el ‘venezolano’, mi documento de identidad postula que soy ciudadano de una República Bolivariana. Por ende, si nací en Venezuela y soy ciudadano de una República Bolivariana, concluyo que yo, lo mismo que el resto de los venezolanos, somos ‘bolivarianos’.

Es esto lo que han pretendido los proponentes del cambio de nombre de la República: a la manera del bautismo infantil católico (contra lo cual, precisamente, protestaron las sectas anabaptistas), hacernos bolivarianos sin consultarnos en pleno ejercicio de nuestras facultades racionales, y transformar un Estado laico en un Estado confesional, donde lo mismo que en los países oficialmente católicos o musulmanes, la doctrina oficial del Estado es la bolivariana. Y, de esa manera, ante la pregunta, “¿es Ud. bolivariano?”, nos vemos obligados a responder: “sí, pues soy venezolano, y mi país se llama República Bolivariana”, pero no porque realmente nos hayamos detenido a considerar el pensamiento de Bolívar.

Desde Guzmán Blanco, el discurso de los gobernantes, en sus tonalidades más agresivas, ha identificado ser ‘bolivariano’ con ser ‘venezolano’. No adscribirse a la doctrina de Bolívar ha terminado por ser un gesto anti-venezolano y, por extensión, una traición a la patria. Si pensadores como Locke y Jefferson advirtieron sobre los peligros de la profesión religiosa o doctrinaria por parte de un Estado, fue precisamente porque apreciaron el potencial persecutorio que esto lleva consigo. ¿La República Islámica de Irán y otros Estados islámicos acepta no musulmanes? Sí, pero frecuentemente los ha aceptado como dimmíes, ciudadanos con clara inferioridad social. El hecho de que el Estado (no el gobierno) venezolano se haya declarado bolivariano es suficiente razón como para rechazar, al menos a este nivel, la doctrina bolivariana: ninguna doctrina cosechadora de la libertad necesita de la fuerza coercitiva del Estado para convencer a sus seguidores.

Cierto es que los no musulmanes son tolerados en Irán, y los no bolivarianos son tolerados en Venezuela. Pero, la participación de la vida política, verdadero fundamento de una democracia, se ve restringida entre los no bolivarianos. Permítaseme dar como testimonio una experiencia personal: en una universidad pública en la cual trabajé durante algún tiempo, la última cláusula del contrato de trabajo me exigía “dar cumplimiento a la doctrina de Bolívar”. Confieso que por inestabilidad laboral, me decidí a firmar el contrato, habiéndome declarado ‘bolivariano’. Todo pareciera indicar que el bolivarianismo prefiere utilizar la coerción laboral que la persuasión racional para ganar adeptos. No me adscribo a doctrinas que, en las célebres palabras de Unamuno, vencen pero no convencen.

De forma tal que ‘bolivariano’ se ha venido a convertir más en una palabra de uso demográfico que verdaderamente doctrinario. A partir de 1998, la palabra ‘bolivariano’ adoptó un matiz político partidista virtualmente inexistente en los anteriores períodos de la historia política venezolana. Mediante una muy hábil estrategia electoral, Hugo Chávez se proclamó bolivariano en oposición a sus contendientes electorales. Fue así como la palabra ‘bolivariano’ adquirió un matiz político particular, bastante desvinculado del contexto original de la vida y obra de Bolívar. El gobierno de Chávez logró manipular lo suficientemente bien la palabra ‘bolivariano’, apelando a un símbolo cultural de gran alcance, y ganar así adeptos. En este sentido, ‘bolivariano’ ha venido a ser identificado con todo aquello referente al gobierno de Chávez; tanto así, que sus opositores se han desvinculado apresuradamente de la figura del Libertador, algo que no ocurría posiblemente desde los tiempos de Guzmán Blanco.

Frente a tantas dificultades para definir a un ‘bolivariano’, debo entonces, como hizo Russell con el ‘cristiano’, llegar a una mínima definición doctrinaria, centrándome en su verdadero origen, a saber, Bolívar mismo. Un ‘bolivariano’ es aquel que se adscribe a los principios políticos esbozados por Simón Bolívar en su obra escrita. En vista de la gran labor militar de Bolívar, y su amplia participación política, también podríamos atribuirle al ‘bolivariano’ la imitación del ejemplo de la vida de Bolívar. Pero, allí donde la vida es recopilada por fuentes secundarias, la obra escrita es producto del mismo personaje. A la manera protestante, hemos de aplicar el principio de sola scriptura a la hora de considerar el ‘bolivarianismo’: sólo los documentos escritos por el Libertador son enteramente confiables como matriz de su doctrina. Hechos como la entrega de Miranda, el fusilamiento de Piar o el dominio machista sobre Manuela Sáenz pueden decirnos mucho sobre el carácter de Bolívar, pero poco sobre la doctrina bolivariana, que es lo que realmente concierne para declararse no bolivariano.

2. La doctrina bolivariana

Si existe tal cosa como una ‘doctrina bolivariana’, ésta vendría a ser un conjunto de actitudes, más que principios políticos que se desprenden de los discursos de Bolívar. Ya he referido que, aún con su brillantez retórica, Bolívar no es plenamente un ideólogo de una doctrina en el sentido en que lo pudo haber sido Rousseau o Marx. Antes bien, Bolívar destaca más por referirse a temas concretos con la suficiente abstracción como para acercarse a ser una doctrina, pero nunca plenamente. De esa manera, si bien para formarnos un juicio de la doctrina bolivariana, hemos de concentrarnos más en su obra escrita que en los hechos de su vida, no podemos olvidar que todo texto es acompañado de un contexto, y que la obra de Bolívar se enmarca en un escenario histórico que nunca puede ser olvidado.

Lo primero a considerar de la obra escrita de Bolívar es la actitud que cultivó respecto a España. Un aspecto destacable es que, a juicio de varios historiadores, lo que hoy conocemos como Hispanoamérica llegó a considerarse como parte integral de las Españas, muy por encima del estatuto de ‘colonia’. En palabras del historiador Salvador de Madariaga: “Los países americanos entes de su emancipación eran reinos del rey de España con igual título que los reinos europeos como Catilla o Aragón, Sicilia o Nápoles”[5]. La América española difería de, por ejemplo, las colonias inglesas del Nuevo Mundo, en que la primera estaba mucho más vinculada con su metrópolis que las segundas con la suya. No se puede decir con precisión cuándo fue que los blancos criollos dejaron de sentirse españoles, pero en la opinión de Salvador de Madariaga, fue un acontecimiento bastante tardío.

Cualquier teoría historiográfica del nacionalismo da por sentado que este fenómeno, mucho más que reflejo, es construcción de un sentimiento popular. En este sentido, cabe suponer que el anti-españolismo de Bolívar no era propiamente un reflejo de la identidad de los americanos, sino más bien todo lo contrario: un esfuerzo por hacerle creer a los criollos que ya ellos no eran españoles. Testimonio de que no todos los americanos estaban convencidos de su identidad americana separada de la española es el prolongado período que duró la guerra de Independencia en nuestra región. Los ejércitos de Morillo por sí solos no pudieron contener las tropas de Bolívar y sus lugartenientes: como en toda contienda militar, necesitaron del respaldo de civiles, entre los cuales se encontraban criollos aún convencidos de ser españoles, así como por mestizos y pardos leales al Rey. Vale destacar también que los ejércitos de Boves estaban conformados por americanos, no por peninsulares.

Bolívar pasa por ser un genio militar moderno, y en la guerra moderna, un recurso elemental es la propaganda. Desde mucho antes que Bolívar, las potencias rivales de España, en particular Inglaterra y Holanda, fueron conformando lo que el historiador Julián Juderías[7] ha venido a llamar la ‘leyenda negra’. Dicha leyenda se trata de una voraz distorsión de la empresa conquistadora de España en América, resaltando los abusos de los españoles contra los indígenas frente a cualquier otro hecho. El texto del cual se valieron los ingleses y holandeses en su ataque propagandístico en contra de España fue la Brevísima Historia de la Destruición de las Indias, de Bartolomé de las Casas[8]. Si bien las descripciones de Las Casas no son exageradas, y los abusos españoles merecen todo nuestro reproche, es igualmente reprochable el hecho de que el texto de las Casas no fuese usado por ingleses y holandeses realmente con fines humanistas en socorro de los indígenas, sino como un vulgar panfleto propagandista que, en vista de los atropellos de los conquistadores, desprestigiaba a España y la debilitaba moralmente.

Al menos a un nivel inconsciente, Bolívar parecía participar de esta ‘leyenda negra’. La ‘leyenda negra’ es obra de los ingleses, y como tendremos ocasión de ver, Bolívar demostró gran admiración por la poderosa nación isleña. Uno de los temas recurrentes en los documentos políticos de Bolívar es el recordatorio de la terrible conquista española, y no sorprendentemente, cita a Las Casas como cronista de todos esos atropellos: “El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación [de atrocidades]”[9]. Reconocer la labor filantrópica de Las Casas no es objetable en sí misma. Lo que sí es muy reprochable es el uso propagandístico que, en concordancia con los ingleses, Bolívar hace del sufrimiento indígena. Pues, el pasaje antes citado procede de la Carta de Jamaica (uno de los documentos políticos más importantes del Libertador), en la cual Bolívar cita las atrocidades de siglos atrás para legitimar un nuevo genocidio: “¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice: ‘que espera que los sucesos que siguieron a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales!”[10]. Bolívar se emociona, no con la libertad de los indígenas, sino con un nuevo genocidio. La guerra no aparece como un medio para alcanzar un fin (como lo sería para Clausewitz), sino como un fin mismo. De estos pasajes sólo podemos elaborarnos una imagen del bolivarianismo: odio, venganza, retribución. Bolívar se presenta como un jacobino americano sediento de sangre: su revolución no persigue realmente la libertad, sino la opresión de los antiguos opresores.

La manipulación del dolor colectivo es una señal distintiva de los genocidas. En la edad moderna, difícilmente se puede perpetrar un genocidio sin representarlo como ‘justo’ o ‘defensivo’. A los ojos de los genocidas, las víctimas siempre han hecho algo que justifica su eliminación: para los nazis, los judíos generaron crisis económicas; para los hutus, los tutsis pretendían ser esclavistas. Si bien la Historia no puede olvidarse, y amerita mucha discusión sobre el genocidio americano, el tono jovial con que Bolívar se emociona al imaginarse un genocidio español es escalofriante. Bien pudo haber sido una mocedad (pues en el momento de escribir la Carta de Jamaica tendría treinta y dos años), pero, son los mismos bolivarianos quienes consideran este documento una de sus obras maestras. También puede considerarse un aspecto marginal, pero, en momentos de tensiones como los que vivió Bolívar, cualquier mínima invitación activará las atrocidades, como de hecho las hubo en la cruenta guerra civil que comandó.

Si ese pasaje no es convincente, consideremos éste otro, en el cual su odio es bastante explícito: “más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella”[11]. No es la libertad el móvil que conduce a Bolívar en pasajes como éste, sino más bien el deleite con la venganza: “los mejicanos serán libres porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar”[12]. Ahogar una raza entera son las pretensiones, ni siquiera de un terrorista, sino de un genocida.

Estos textos son poco conocidos por los bolivarianos, por lo que pueden venir como sorpresa para muchos, a pesar de que, con el nuevo sentido que la palabra tiene (a saber, los seguidores del gobierno de Chávez), muchos bolivarianos probablemente se complacerán en leer en las obras del Libertador el mensaje vengativo y retribucionista que en ocasiones oyen del actual presidente. Más allá de eso, muchos historiadores bolivarianos sí están al tanto de estos textos terroríficos, y han tenido dificultades para excusar las proclamas genocidas del Libertador. Lo único que alegan es que, esos textos tenían una función política necesaria para incitar la rebelión. ¿Los discursos genocidas de Hitler, entonces, también tenían una función política necesaria? La pregunta es absurda. Más aún, la Carta de Jamaica es una epístola, un documento bastante privado, en la cual Bolívar no se dirigía a un gran público, sino a un amigo personal, por lo que cabe suponer que los contenidos de este documento no son una necesaria propaganda política (como quizás sí lo es el Decreto a muerte), sino más bien los sentimientos y fantasías íntimas del Libertador.

Con esto, Bolívar demuestra ser bastante ajeno al individualismo filosófico que caracterizó a la Ilustración, y que inclusive tiene hondas raíces en el Deuteronomio 24: 16, según el cual un individuo no puede pagar las faltas de sus antepasados. Bolívar pretende que sus contemporáneos españoles sean castigados por las faltas de sus antepasados. El Dios del Antiguo Testamento debe ser lo suficientemente genocida como para que gnósticos como Marción lo identificasen como el Dios del Mal, pero al menos, en Yavé se aprecia una preocupación por la injusticia del castigo de los inocentes, si bien este problema nunca es resuelto. Bolívar ni siquiera se plantea este problema; a diferencia de otros, Bolívar llega al colmo del cinismo, sabiendo que algunas de sus víctimas son inocentes, pero eso no importa. Las monstruosas palabras finales del Decreto a muerte así lo evidencian: “Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes... Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”[13].

Habría que hacer espectaculares malabares para justificar lo injustificable. ¿Qué clase de jurista, en pleno siglo XXI, puede identificarse con el ‘pensamiento bolivariano’? Intentar excusar a Bolívar en función de su contexto marcial es absurdo, pues con eso mismo tendríamos que excusar a todos aquellos genocidas que, en función de la guerra, suspenden la más elemental noción de justicia a favor de sus objetivos militares.

Es cierto que las palabras finales del Decreto de guerra a muerte ocurrieron en una fase temprana de la carrera de Bolívar, y que luego el Libertador matizaría su odio, reuniéndose con Morillo a favor de una tregua, y promoviendo un mejor trato hacia prisioneros de guerra y enemigos. Pero, son los mismos bolivarianos quienes han hecho del odio de Bolívar un aspecto fundamental de la doctrina bolivariana. En el canon bolivariano, las palabras finales del Decreto de guerra a muerte son mucho más privilegiadas que cualquier otro pasaje en los que Bolívar aparezca en un rostro más sensible. Si bien esto es razón para excusar a Bolívar el hombre, también es razón para rechazar la doctrina bolivariana promovida por los supuestos seguidores del Libertador. De esto se desprende que la doctrina bolivariana se ha venido perfilando como una sublimación de la violencia, una doctrina adelantada por hombres de guerra que ni saben ni les interesa vivir en paz.

Más evidente aún se hace la manipulación del dolor que orquesta Bolívar, si se tiene en consideración su visión respecto a los habitantes indígenas de América. La famosa frase, “no somos Europeos, no somos Indios, sino una especie media entre los Aborígenes y los Españoles”[14], no quiere decir que Bolívar esté tomando a los indios como matriz cultural de América, sino que, más bien, la nación que él aspira construir está conformada por españoles que han dejado de estar vinculados con España y actualmente están en tierras indias, pues es bastante explícito al respecto en la continuación de la frase célebre: “[Somos] Americanos por nacimiento y Europeos por derechos”[15]. Sólo con este entendimiento podríamos leer una frase como ésta: “[La región del puerto de Bahía-honda] posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira[16]. En este aspecto, Bolívar está muy distanciado de Rousseau y los relativistas culturales que consideran a los modos de vida indígena tan deseables como los europeos. Yo no soy relativista y me complace vivir más en la civilización que en lo que Bolívar denomina ‘salvajismo’, pero rechazo fehacientemente que este proceso de civilización se haga con el móvil de expropiación de tierras y depredación de los recursos naturales. Lo único que Bolívar tendría en común con Guaicaipuro es su enemigo: el español. De resto, el Libertador se muestra como un continuador del colonialismo occidental.

Bolívar es un hombre de Occidente. Historiadores como Oswald Spengler han perfilado la idea de que Occidente es una entidad monolítica[17], lo cual es verdadero sólo hasta cierto punto. A decir verdad, hay varios Occidentes, y Bolívar simpatiza con todos menos con España. En especial, Bolívar se asoma como un gran admirador de las instituciones británicas, y el programa de gobierno que adelanta en textos como el Discurso de Angostura es una emulación de la monarquía parlamentaria británica.

No es posible recurrir, como pretenden hacer los actuales bolivarianos, al pensamiento del Libertador para amparar la protesta contra el intervencionismo de potencias extranjeras en los asuntos de la América Latina. Bolívar siempre mantuvo una gran admiración por Inglaterra y las potencias europeas rivales de España, y de forma totalmente explícita, solicitó su intervención en los asuntos de América:

“¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por solo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo?... La Europa misma por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”[18].

Intervenir en naciones extranjeras con el móvil de asegurar comercios ultramarinos (una definición bastante próxima de lo que hoy la izquierda llama ‘globalización neoliberal salvaje’) no es un punto de vista al cual se adscriben los bolivarianos contemporáneos (ni yo tampoco), cuestión que contribuye aún más a los anacronismos de la doctrina atribuida a Bolívar. Pero, más allá de eso, es precisamente su vinculación con Occidente el aspecto que yo encuentro más admirable en Bolívar, pues apela a las ideas modernas de libertad e igualdad cuyo origen es el mismo Occidente.

No es de extrañar, entonces, que Bolívar se emocione con la evocación del legado clásico, en la continuidad de otra de sus más célebres frases, aquélla según la cual moral y luces son nuestras primeras necesidades: “Tomemos de Atenas su Aerópago, y los guardianes de las costumbres y de las Leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos… Tomemos de Esparta sus austeros establecimientos”[19]. Ninguna mención hace Bolívar del legado indígena, pues sencillamente, no le interesa. Pareciera que el único interés que tiene en los nativos es manipular su dolor para ganar adeptos en su anti-españolismo. Incluso, en un inesperado destello de hispanofilia, rinde homenaje a Cristóbal Colón (algo que los ‘bolivarianos’ que destruyeron la estatua de Colón en Caracas el 12 de octubre de 2004 parecen ignorar): “esta nación se llamará Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio”[20].

Como ya he mencionado, de todas las naciones de Occidente, por la cual muestra mayor admiración Bolívar es Inglaterra. No pareciera tratarse de un mero halago estratégico para conseguir aliados en su encrucijada frente al Imperio Español; por el contrario, en la obra escrita de Bolívar se desprende la convicción de que el pueblo inglés ha alcanzado un nivel de madurez política por encima de cualquier otro país en el mundo. Su Discurso de Angostura es una exhortación a los legisladores americanos a seguir el modelo inglés que defiende la libertad y la igualdad entre los hombres: “Os recomiendo, Representantes, el estudio de la Constitución Británica que es la que parece destinada a operar el mayor bien posible a los Pueblos que la adoptan”[21]. Fiel a los Ilustrados, Bolívar defiende los principios de la división de poderes: “Yo os recomiendo esta Constitución popular, la división y el equilibrio de los Poderes, la Libertad civil, de cómo la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda la felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza”[22]. Igualmente loable es su firmeza contra la esclavitud: “yo imploro la confirmación de la Libertad absoluta de los Esclavos”[23], y su ardua defensa de un gobierno que ampare las libertades del hombre y el sufragio: “Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo Ciudadano el Poder”[24].

Pero, Bolívar tiene la convicción de que los pueblos americanos no saben ser libres, y a la manera de Rousseau, el Estado debe forzar a sus ciudadanos a serlo. De la doctrina bolivariana se desprende la insistencia en suspender la libertad en nombre de la misma libertad; permitirle a un dictador asumir poderes plenipotenciarios mientras conforma la madurez política de su pueblo, hasta que éste esté listo para vivir en libertad. Ha sido éste un principio predilecto entre totalitaristas que, sin consultar al soberano, se atribuyen poderes en nombre del colectivo. Puede ser que, en efecto, el dictador en cuestión sólo atraviese un período de transición, pero la Historia nos tiene acostumbrados a que esas ‘transiciones’ tienen prolongadísimas duraciones: quince años en el caso de Pinochet, cuarenta en el caso de Franco, cincuenta en el caso de Fidel Castro.

A Bolívar se le presentó la posibilidad de emplear el título de ‘Dictador’, cuestión que hábilmente supo evadir, a pesar de que abolió poderes en más de una ocasión en su carrera política. Con todo y eso, en su obra escrita queda la huella de un hombre cuya doctrina política es desconfiada de la plena libertad del hombre:

“La Libertad, dice Rousseau, es un alimento suculento, pero de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu humano mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la Libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las Mazmorras y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad?[25]

Como genial retórico, Bolívar hace una pregunta para que ella misma ofrezca respuesta negativa: no, los americanos no están preparados para la Libertad. Y, en el entretiempo, Bolívar se atribuye un gobierno que prescinde de libertades: “Solamente una necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del Pueblo, me habría sometido al terrible y peligroso encargo de Dictador Jefe Supremo de la República[26]. El siglo XX latinoamericano desafortunadamente nos tiene acostumbrados a discursos de dictadorzuelos que, sedientos de poder, incurren en el cinismo de confesarse renuentes a aceptar dichas posiciones, y a excusar su escaso principio democrático advirtiendo que todo se hace con la aprobación del pueblo, sin ni siquiera consultarlo (cuestión que, al menos, Chávez sí ha hecho con sus referéndums).

Inclusive, Bolívar terminó por eliminar cualquier esperanza de que el gobernante entregue el poder, pues contradiciéndose con su exhortación a limitar el período de los gobernantes, propone un gobierno que imita al inglés, “con la diferencia de que en lugar de un rey, habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio… una cámara o un senado legislativo hereditario”[27]. Si, como quien escribe estas líneas, reprochamos a esos dictadores (muchos de los cuales han tenido pretensiones vitalicias), entonces tendremos otra razón de peso para no ser bolivarianos.

Las tendencias totalitarias de Bolívar se ponen aún más de manifiesto en su constante reacción contra el federalismo. La idea política de descentralización de poderes le resulta admirable, pero sólo a nivel de abstracción. Pues, de nuevo en una disposición característica de los dictadores latinoamericanos del siglo XX, Bolívar considera al federalismo un sistema demasiado refinado para un pueblo tan ignorante y bárbaro como el americano, “no convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros”[28].

“El sistema federal, bien sea que sea el más perfecto, y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros nacientes estados. Generalmente hablando todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos, porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”[29].

Tanto así, que en su Manifiesto de Cartagena, un texto fundamental del bolivarianismo, el Libertador culpa al federalismo de haber propiciado la caída de la Primera República: “Lo que debilitó más el Gobierno de Venezuela, fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre”[30]. Debemos preguntarnos: ¿se puede exagerar en el derecho a la vida? Para aquellos de nosotros cuya respuesta es negativa, esto es otra razón para no ser bolivariano.

En oposición al federalismo, Bolívar defiende un centralismo que, doctrinalmente, no está desvinculado del absolutismo el cual, irónicamente, defendía su odiado Fernando VII. Cuanto más se concentre el poder, mejor; cuanto más se descentralice, más perjudicial será. Es así como los bolivarianos del siglo XX han confundido la ‘unión’ bolivariana con el centralismo de tendencia absolutista defendido por el Libertador. Cierto es que el sueño de Bolívar era una América unida, pero, más importante aún, un gobierno unido. ‘Unión’ y ‘totalidad’ son conceptos prestos a ser fácilmente confundidos, por lo que el pensamiento político totalitarista, en tanto pretende un control de la totalidad de la sociedad, puede fácilmente disfrazarse de una exhortación a la unión. A fin de cuentas, éste es el sueño de todo totalitarista: unir su gobierno, y acabar con toda forma de oposición. No podría ser más emblemática la infame frase de Bolívar, ya moribundo: “si mi muerte contribuye para que cesen los partidos políticos y se consolide la Unión, bajaré tranquilo al sepulcro”[31]. ¿Es viable una democracia sin partidos políticos? Resulta bastante obvio que en los países más democráticos los partidos políticos proliferan. Lo más trágico de todo esto es que a los bolivarianos contemporáneos no parece avergonzarles esta frase, pues es una de las más citadas del Libertador. Los que creemos en la democracia compuesta por partidos políticos tenemos aún otra razón más para no ser bolivarianos.

La incomodidad de Bolívar con el federalismo y la descentralización de poderes se complementa con sus ideas panamericanistas, pues ambas son conducidas por el corrompido principio de la ‘unión’. Ya desde la Carta de Jamaica Bolívar esboza su deseo de conformar un gran Estado de antiguas colonias, a pesar de que, contrario a lo que suelen suponer los bolivarianos contemporáneos, el Libertador fragmentó su proyecto en tres grandes Estados para toda la América española. Bolívar diseña una entidad política conformada por un vasto territorio gobernado desde una lejana capital. El objetivo de su empresa emancipadora no parece haber sido muy diferente del de Hernán Cortés: sustituir un imperio por otro; allí donde Cortés sustituyó al imperio azteca por el español, Bolívar busca sustituir al imperio español por un nuevo imperio criollo. Bolívar no logró desprenderse del lenguaje colonialista que separa a metrópolis de colonias: “[en un Estado por él ideado], la metrópoli, por ejemplo, sería Méjico, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco”[32]. El célebre ‘sueño bolivariano’ no es más que una aspiración imperial criolla con un simple cambio de metrópolis de la Península Ibérica a los territorios americanos. Este imperio americano estaría forjado con la misma desconfianza hacia el pleno ejercicio de la libertad, y en él sería fundamental la cultura marcial de la cual Bolívar nunca se supo desprender. En el Libertador es perdurable la imagen de un Estado marcial extenso; en resumidas cuentas, de un imperio. No en vano, la imagen del Imperio más emblemático de la Historia, el Romano, perdura sublimemente en Bolívar, no por sus grandes logros en las artes o el Derecho (como lo sería en mi caso), sino por su militarismo imperial: “Un gobierno monstruoso y puramente guerrero, elevó a Roma al más alto esplendor de virtud y gloria; y formó de la tierra, un dominio Romano para mostrar a los hombres de cuanto son capaces las virtudes políticas”[33].

Permítaseme brevemente dejar de lado la documentación historiográfica y penetrar en la especulación: si Bolívar escogió a Roma como el lugar para jurar sus proyectos, quizás fue porque el Libertador tenía en mente forjar en su continente un Imperio como el Romano: extenso, centralizado (a pesar de que los romanos sí permitieron bastante autonomía) y sobre todo, militarista. Si bien Venezuela logró emanciparse del Imperio español, no ha logrado emanciparse del militarismo criollo que el mismo Bolívar fomentó, y que una sucesión de caudillos, en imitación del Libertador, han prolongado hasta el siglo XXI. Aún nos queda por alcanzar esta emancipación.


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