domingo, 12 de septiembre de 2010

Mitos relativistas VII: No tenemos autoridad para exportar a otros pueblos nuestras formas de vida



Bajo la consigna relativista, entonces, no hay valores morales absolutos. Y, en tanto no hay una moral que sirva de base para evaluar comparativamente a todos los sistemas morales, urge abstenernos de emitir juicios de valor sobre otros pueblos. O, en todo caso, el relativista prefiere que asumamos un acto de contrición y, antes de apresurarnos a juzgar a los demás, evaluemos si nosotros realmente estamos en una mejor posición moral. Esta actitud hace recordar un poco aquella frase de Jesús frente a la adúltera, “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra” (la cual, dicho sea de paso, probablemente no proceda del mismo Jesús, pues la historia sobre la adúltera no aparece en los manuscritos más tempranos del evangelio de Juan). Quizás algunos indigenistas que quieren congraciarse con el cristianismo saltarán a señalar que Jesús fue el primer relativista.
Y así, el relativista estima que, puesto que nadie puede atribuirse una moral absoluta, ningún pueblo tiene el derecho a interferir sobre lo que otros pueblos hagan. Vivid y dejad vivir. Resulta irónico que el indigenismo de inspiración izquierdista asuma una actitud muy cercana al laissez faire del liberalismo económico derechista; pero en vez de invocar razones económicas liberales para “dejar vivir”, invocan la ausencia de universalismo moral.
El relativista defiende a ultranza la soberanía y autodeterminación de los pueblos. Cada sociedad es soberana de decidir cómo será su organización interna, y ninguna otra sociedad puede atribuirse el derecho de interferir sobre lo que los demás decidan. De hecho, asume el relativista, la excusa de corregir moralmente a los otros pueblos ha propiciado todo tipo de atrocidades. Los españoles, bajo la excusa de acabar con el sacrificio humano entre los aztecas, perpetraron uno de los mayores genocidios en la historia. Los norteamericanos, bajo la excusa de acabar con dictaduras y extender la democracia, han devastado al Medio Oriente y América Latina. Los ingleses, bajo la excusa de liquidar el sistema de castas en la India, impusieron un terrible sistema de dominación colonial. Y, así sucesivamente.
A juicio del relativista, es mejor que cada quien se quede en su parcela, que viva y deje vivir. Y, para justificar esta postura, el relativista invoca a la tolerancia: el hecho de que a nosotros no nos guste lo que los demás hacen no nos faculta para impedírselo. Deberíamos considerar que, probablemente, a ellos no les gusta lo que nosotros hacemos, pero con todo, ellos nos respetan y no interfieren en nuestras vidas.
La argumentación del relativista depende de la premisa de que la moral es sólo relativa. Pero, insisto, encuentro esa premisa muy cuestionable. Si, como creo, sí existe una moral absoluta (por más que, como he admitido, esta aseveración es un axioma, no puedo demostrarla), entonces tenemos la obligación de universalizar esa moral. Si creemos que el ser alimentado es un derecho humano universal, entonces no podemos quedarnos de brazos cruzados y contemplar cómo, en otras latitudes, gobiernos despóticos, corruptos e ineficientes dejan morir de hambre a sus poblaciones. Hay que hacer algo al respecto.
Asumo sin complejos la opinión de que la soberanía y la autodeterminación de los pueblos es una idea sumamente peligrosa, de la cual desconfío. Los mayores dictadores del Tercer Mundo se han refugiado en la soberanía y la autodeterminación para evitar ser juzgados desde fuera, y tener acceso libre a cometer todo tipo de atrocidades. Un judío en la Alemania de los años 30, hubiese deseado entusiastamente que la soberanía de Alemania fuese violentada, y desde fuera se emitiesen juicios condenatorios de las leyes raciales de Nuremberg e, incluso, que alguna fuerza extranjera hubiera invadido el país para poner fin a la persecución. Es un gran acto de egoísmo destructivo el querer la libertad y el bienestar para el pueblo donde yo vivo, pero desinteresarme por el bienestar de las personas que viven bajo condiciones de opresión.
Precisamente en la medida en que yo reconozca como un miembro de mi misma especie a un sudanés, un iraní, o cualquier otro ser humano que está sufriendo los estragos de un gobierno despótico, surgirá en mí la obligación de acudir a su rescate y juzgar como inmoral el trato que recibe. Por otra parte, pareciera que el relativista más bien exige lo contrario: en la medida en que el relativista exige que no interfiramos en lo que los gobiernos de otras latitudes hacen con sus poblaciones, implícitamente nos exige que no consideremos seres humanos a esas poblaciones. El relativista estimula el desinterés por el bienestar de nuestros semejantes oprimidos, pues al solicitar que no juzguemos a los demás, nos invita a ser cómplices de la inmoralidad.
El relativista hace mucho alarde de la tolerancia. En su empeño de vivir y dejar vivir, el relativista sugiere que hay un tufo de intransigencia en la medida en que juzgamos e interferimos en los asuntos de otros pueblos. Precisamente el celo de querer interferir sobre las acciones de los demás, se alega, ha sido el responsable de inquisiciones, guerras y opresiones. Los mayores crímenes de la humanidad han sido conducidos por la intolerancia. El relativista estima que sería mejor dejar de juzgar para evitar la intolerancia.
A esto, puedo responder que la intolerancia no implica el retraimiento de los juicios de valor. Puedo tolerar a la mujer adúltera y abstenerme de lanzar una piedra contra ella, pero no por ello estoy obligado a suspender mi opinión negativa sobre ella. Pero, en todo caso, es sencillamente ingenuo creer que la tolerancia ilimitada es una virtud.
La tolerancia debe tener límites, por una razón muy sencilla: si la tolerancia no tuviere límites, entonces toleraríamos a los intolerantes. Y, al tolerar a los intolerantes, colocamos en riesgo a la misma tolerancia. Así, para defender a la tolerancia, paradójicamente debemos entender que no podemos ser absolutamente tolerantes. Voltaire, el gran paladín de la tolerancia, así lo entendió.
Si, por tolerancia, decidimos no involucrarnos en los asuntos de un país cuyo dictador decide perseguir a las minorías, entonces podremos congratularnos de ser muy tolerantes y respetar el derecho a la autodeterminación de los pueblos, pero al mismo tiempo tendremos que responsabilizarnos por permitir el cultivo de la intolerancia en los países en los cuales decidimos no intervenir.
Si, de nuevo, admitimos que la humanidad es una sola y es más lo que nos une que lo que nos separa a otros seres humanos, entonces tenemos la obligación de extender a nuestros semejantes nuestro propio bienestar. Abandonar a los pueblos oprimidos a su propia suerte, en apelación al principio de soberanía y autodeterminación, es una actitud profundamente cruel y miserable. Si Occidente ha conseguido prosperidad y felicidad mediante sus instituciones, entonces está en la obligación de exportar esas instituciones a regiones del mundo a las que aún no han llegado.

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